lunes, 12 de septiembre de 2011

La casa.

N. del A.
Este cuento esta inspirado en el fragmento de un cuento que leí de pequeña en un libro de texto. Desconozco el autor o el titulo, pero si alguien encuentra el parecido agradecería que me lo contase, ya que aquel libro se perdió hace ya mucho y soy incapaz de recordar los detalles. De todas formas que quede como un respetuoso tributo.


El triste tic tac del reloj era lo único que se podía escuchar en toda la casa. Él había vivido aquí durante toda su vida, pero las cosas extrañas habían empezado al poco de morir su padre y despedir al ama de llaves. De alguna manera uno u otra controlaban el mal, pero ahora ya era imparable, o al menos él era incapaz. El reloj de péndulo estaba en una de las habitaciones del ala norte que todavía no había sido clausurada. Quedaban pocas abiertas, de hecho: quedaban solo tres. Él estaba sentado en la sala más grande de la casa cuando el ruido del reloj se detuvo. Apenas si era un suave murmullo en el aire apenas audible, pero él estaba alerta, hacía mucho que vivía con los sentidos agudizados, ya que si se despistaba y acababa atrapado en una de las habitaciones sería su final. Echó en falta el tic tac, apenas un par de minutos después se oyó un sonoro portazo y uno de los cuadros que adornaban ese mismo pasillo cayó al suelo destrozando su marco dorado. Entonces supo que aquella habitación también había sucumbido al cierre. La habitación que acababa de perder aquella enorme casa Victoriana llena de tesoros y recuerdos, era una pequeña sala de fumadores. Levantando la mirada del enorme libro que tenía en las manos pensó en aquella sala, y recordó a su padre fumando en la gran butaca, entonces pensó en aquella pipa con la boquilla de marfil que solía usar este. Se había quedado dentro, ya jamás la recuperaría. Ir perdiendo poco a poco el patrimonio de su familia le dolía más por sus propios recuerdos que por el valor que pudieran tener.
Dos días después perdió la penúltima habitación del ala norte, y una semana después se cerró la otra. Finalmente había perdido aquella parte de la casa. Pronto acabaría por perderla entera. Aquel era su calvario, sabía que al final acabaría por perder el edificio entero, no estaba seguro de que aquello se apoderase de los jardines, pero tampoco quería pensarlo. Si era preciso viviría debajo de los setos del jardín, pero no abandonaría aquella casa. Su casa. Esa era su penitencia. De todas formas no podía venderla o abandonarla, era un peligro para todo ser viviente, y para ser sincero tampoco sus padres le dejaron mucho en herencia aparte de aquel caserón.
¿Y que era aquello que se estaba apoderando de la mansión? Él no lo sabía. Era una fuerza irrefrenable que le robaba aquel espacio poco a poco. Siempre había sentido que allí vivía alguien más a parte de él, incluso cuando era niño y vagaba por aquellos enormes pasillos libremente se sentía acompañado por un ente oscuro, observado por la propia casa.
Algunos meses después su espacio se había reducido al hall de entrada. Como en una acampada improvisada había repartido por allí todos sus enseres vitales. Tenía un aspecto triste y cansado, como el de alguien que había perdido una batalla larga y tensa. Estaba sentado en un pequeño sofá con el respaldo de madera y tapicería color melocotón. Apoyada en la pared de enfrente había una pequeña botella de cristal que contenía agua. Hubo una pequeña sacudida y la botella volcó. Lejos de derramarse el agua en su interior se movió como si fuese un líquido lento. El lo miró sin ninguna sorpresa. Ya sabía que este era su fin. Moriría en aquella casa, dejaría que aquello se lo tragase junto con su hogar.

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