lunes, 12 de diciembre de 2011

El camino.

Iba conduciendo y pensando en que últimamente parecía que solo hacía eso. Iba de la casa al garaje, luego al coche, llegaba al trabajo, de nuevo al coche, al garaje y a la casa. Últimamente ya solo se desplazaba en coche. Antes, cuando era más joven, andaba o iba en bicicleta. Ahora ya ni eso, ahora ya solo iba en coche. La monotonía se había apoderado de su rancia vida. Vivía en un mundo en lo todo estaba (aparentemente) en continuo movimiento, excepto su vida claro. Como todos los días desde hacía ya ni sabía cuanto tiempo se desplazaba por las anodinas calles de la ciudad dentro de aquella caja metálica motorizada y miraba al frente sin prestar atención más que al cambio de color de las luces del semáforo. Se sentía como uno de aquellos personajes que aparecían en las ya gastadas Road Movies, que parecía que se movían sobre un fondo proyectado, pero realmente siempre estaban sentados en el mismo sitio moviendo el volante tontamente y sin sentido. Se detuvo en un semáforo. En él había un hombrecillo cansando que repartía panfletos. Echó un vistazo vago por la ventanilla y se quedo asombrado al leer el encabezamiento de aquellas cuartillas. Éste rezaba: “Sigue recto. No te desvíes.” Le pareció una extraña coincidencia, pero como no creía en las señales, pensó que era triste que hasta la publicidad estuviese cayendo en el mismo vacío del que él era víctima ahora. “Ya no quedan historias que contar...” pensó mientras el semáforo cambiaba a verde y el proseguía su marcha. Pasó por un par de intersecciones más, y entonces a su derecha apareció un enorme cartelón colocado en una de las vallas de publicidad que había a un lado de la carretera. En ella aparecía una enorme flecha roja, en la parte superior aparecía el mensaje: “Hacía la derecha, ese es tu...” el resto del mensaje no se apreciaba ya el cartel estaba a medio pegar. Un hombre con mono azul intentaba cuadrar las enormes piezas que faltaban por poner. En aquel momento sintió que quizás debía desviarse en el cruce e ir a la derecha, seguir aquella enorme flecha roja. Retomar el timón en su vida. Soltó una risa irónica y piso el acelerador dispuesto a seguir adelante. Cuando estaba justo en medio de la intersección, le sobresaltó una sirena, casi un rugido de animal marino, que resultó ser la bocina de un camión que iba a arrollarle desde el cruce a la izquierda. El camionero dentro del gigantesco vehículo puso cara de desastre (cara de: “ahora me la pego...”) y pisó el freno con los dos pies. El hombre dentro del coche dio un volantazo de forma que el coche quedo encarado hacia el cruce de la derecha. Hacia la misma dirección que le indicaba la flecha. El camionero paso con su enorme camión e hizo sonar el claxon un par de veces más, además se inclinó sobre la ventanilla y le mostró con rabia su dedo corazón. El hombre del coche se quedo paralizado mirando el cartelón, que durante el transcurso de los hechos había sido pegado por completo, entonces en él pudo leer “Hacía la derecha, ese es tu camino.” Quizás si debía seguir las señales esta vez, aunque no llegase al trabajo, arriesgándose a vivir un día diferente al resto de los demás. Se dio cuenta de que estaba parado en medio de una calle cuando alguien le gritó. “No te quedes ahí parado, imbécil” Fue lo que le espetó una joven desde un coche diminuto. Sin pensarlo dos veces siguió por aquel nuevo camino. Entonces empezó a observar por donde circulaba, era posible que hiciese meses incluso algún que otro año que no pasaba por aquella zona de la ciudad. Era una zona mucho más antigua que la zona por la que estaba acostumbrado a pasar, pero carecía del encanto del centro. Era como más gastada, menos glamurosa. Estuvo varios minutos circulando, y obedeció otras señales: un niño que simplemente apuntaba a la izquierda, una flecha ámbar que parpadeaba en un semáforo, o el dibujo en forma de triángulo de las bolsas de la compra que acarreaba una señora. Giró tres veces, y atravesó un puente, y apresar de haber estado viviendo en la ciudad durante años, llegó a un punto en el que no reconocía el lugar. Esperó a ver alguna otra señal que le indicase el camino, pero finalmente optó por detener su coche ya que no veía nada que le dijese por donde debía seguir. Después de esperar 15 minutos, ya pensando que había cometido la estupidez más enorme de su vida, bajó de vehículo y echó un vistazo a su alrededor. Definitivamente no sabía donde estaba, debían ser algo así como los suburbios. Todo parecía sucio y abandonado. Había unos enormes edificios a ambos lados de la calle que debieron haber sido fabricas en su pasado. Ahora no eran más que un montón de ladrillos grises. Al mirarlos vio que tenían algo extraño. No supo exactamente que era. Se acercó un poco más para ver que ocurría con aquellos edificios. Entonces se dio cuenta de que era como ni no estuviesen allí, como si fuesen una imagen proyectada. Extendió la mano para tocar la pared temblorosa de uno de ellos, en aquel preciso instante su propio coche hizo sonar el claxon por un segundo y mientras se oía el “clic” de los seguros cerrándose se encendieron las cuatro luces de posición. El coche se había cerrado. Esto no era algo mágico, ya que todos los coches nuevos lo hacían (y lo hacen). Se rió de forma nerviosa, por pensar que todo aquello podía haber tenido algo de mágico, se rió de forma nerviosa y melancólica, por pensar que le hubiese gustado que todo aquello hubiese tenido algo de mágico. Regresó de nuevo a su coche y buscó en sus bolsillos las llaves para abrirlo. Diría en el trabajo que había tenido un accidente. Por eso llegaba casi tres horas tarde. Entonces tras revisar sus bolsillos quince veces se dio cuenta de que no llevaba las llaves encima. Miró por la ventanilla y allí estaban, encima del salpicadero. Se enfadó por ser tan idiota, tendría que llamar a la grúa, o a alguien para que le trajese las llaves de repuesto. No hizo falta que rebuscase de nuevo en sus bolsillos ya que pudo ver su teléfono móvil junto a las llaves. ¿Como podía haber sido tan estúpido? No lo sabía. Estaba realmente cabreado. Se separó del coche y se llevo las manos a la nuca intentando coger aire y mitigar su enfado. Miró al cielo durante unos segundos, pensado que debía hacer ahora, se lamentó por que era más fácil seguir las señales que decidir su siguiente paso, y al bajar la mirada lo vio. Dos enormes flechas pintadas en la calzada. Aquellas flechas le decían que siguiese hacia delante. Lo pensó durante un segundo solamente, y echó a andar. No le importó dejar su coche abandonado en medio de la calle, ni las llaves, ni el móvil, ni la excusa que pondría en su trabajo. Simplemente camino hacia delante. Y a medida que lo hacía toda aquella calle empezó a temblar bajo sus pies, como tiemblan los personajes en una pantalla de cine al aire libre agitada por el viento. Solo que ahora no había viento, solo su decidido avance hacia adelante. Y mientras él caminó la realidad a su alrededor se fue desmoronando, desaparecieron los edificios, las calles, los coches, la monotonía y las decepciones, hasta parecer solo una sombra. Al final él mismo se convirtió en una sombra en la gran ciudad.