Aquella vieja señora llevaba muchos
años, por no decir todos los que tenía, viviendo en una casita
cerca del pequeño pueblo. Siempre le había gustado la distancia y
la soledad, iba y venía cuando quería y nunca tenia que dar
explicaciones a vecinos cotillas. Ahora que había llegado a sus años
dorados de vejez, empezó a sentirse sola. Empezó a sentirse
aislada. En su mente aparecían sin cesar imágenes de ella tendida
en el suelo patas arriba como si se tratase de una cucaracha, imágenes de la
llave del gas abierto, de las puertas sin cerrar o de gamberros
entrando por las ventanas para robar a una vieja indefensa. Y es que
eso era lo que les pasaba a las señoras mayores que vivían solas en
el campo. Con el tiempo dejo de tener ventajas toda aquella soledad,
y a contar con innumerables miedos y temores. Así que un buen día,
y no sin mucho meditar, tomó la decisión. Se iría a vivir al
pueblo. Al menos allí si resbalaba en la escalera, un vecino fisgón
la oiría gritar. Se trataba de cambiar su falsa seguridad por una
sensación de vigilancia. A través de una agencia no le costó
encontrar un comprador para su viejo chalet, y la única condición
que puso al joven encargado de encontrar su nuevo hogar fue que éste tuviese un amplio jardín. Uno en el que pudiese trabajar durante las
mañanas, admirar durante las tardes, y anhelar en las noches.
Un camión de tamaño mediano llevó
todas sus antiguas pertenencias a su nueva casa; un pequeño adosado
de una calle ajardinada. Pronto las paredes desnudas se impregnaron
del olor a naftalina que desprendían los muebles y los tapetes de
ganchillo de la vieja señora. En apenas unas horas hizo de aquel
nuevo lugar su morada. No sin esfuerzo también hizo de su jardín un
pedazo de tierra digno de envidiar. Sus setos y sus flores se mecían
y brillaban al sol con luz propia, plantó dos frutales cuyo
estallido de flor fue comentado hasta en los rincones más alejados
del pueblo. Y es que en aquel pueblo había una gran afición: el
cultivo y la competición entre los jardines de aquella calle.
No solo la mujer cuidaba su jardín con
exageración, es que sin saberlo había entrado en una pequeña competición, ya que todos allí cuidaban sus jardines como si les fuese
la vida en ello. El pueblo que se componía apenas de tres calles,
tenía aquella declarada como la de la alegría.
No le costó hacer nuevos amigos allí,
y más con ese hermoso jardín. Su nuevo vecino, un viudo de cabellos
canos se convirtió en uno de los más allegados.
Una tarde soleada, una en la que la
primavera ya estaba por llegar, el vecino la invitó a compartir las
horas muertas de la tarde junto a él en el porche. Hablaron de sus
jardines, compartieron algunos trucos de horticultura, y entonces el
hombre dijo “El concurso está ya a la vuelta a la esquina”.
¿Concurso? Ella no había oído nada respecto a un concurso. Su
amigo la miró extrañado. No podía ser que ella no conociese “El
concurso”. Tras cerciorarse de que no le engañaba, él le dijo:
“Bueno, por el aspecto de tus flores, no tienes de que
preocuparte.” Ahí terminó la conversación. Una mujer de su edad
había aprendido a lo largo de su vida cuando debía callar. Además
podía ser que su maduro amigo de sienes plateadas estuviese más
chocho de lo que había juzgado en un principio.
Pasaron los días y ella olvidó aquel
tema. Más por la edad que por falta de curiosidad. Así es la
memoria de los viejos: recuerdan más sus infancias que los días
presentes. En cambio no había podido dejar de observar como con la
entrada en ciernes de la primavera sus vecinos se afanaban, aún más,
en trabajar en sus jardines. El ambiente amable y sereno de la calle
comenzó a cambiar. Ella pensó en el influjo extraño de las
estaciones y el tiempo. Aquellos vecinos en apariencia amables y
tranquilos, ahora se lanzaban miradas furtivas y se espiaban unos a
otros tras los setos. A menudo los veía cuchicheando y observándola
con malicia. La miraban a ella y señalaban hacia su jardín. Ella
empezó a pensar que había hecho algo incorrecto. Realmente le
importaba poco, acostumbrada al aislamiento como estaba aquellas
frivolidades de la sociedad ni las entendía, ni le apetecía
participar en ellas.
Una mañana, mientras inspeccionaba los
capullos a punto de estallar de uno de sus frutales, descubrió
detrás de un gran rosal a dos ancianas mirándola y cuchicheando.
Aquello la molestó. Les dio los buenos días y les preguntó que
ocurría. Y como única contestación, una de aquellas mujeres
levantó con ira pero pausadamente el dedo corazón de su mano
derecha y se lo mostró. Inmediatamente después empezaron a subir la
calle, alejándose de ella, agarrándose una a la otra y dándose la
vuelta de vez en cuando para mirarla con rabia. Mientras se marchaban
seguían cuchicheando. “No te preocupes, es por el concurso; pronto
terminará todo”. La voz de su vecino llegó desde el jardín
contiguo. “¿Por el concurso?...” Estaba muy confundida. “Si.
Seguramente ellas pierdan y tu lo ganes. Es una tradición muy
antigua. El que pierde se ofrece al que gana. Es así desde hace
cientos de años”, contestó. No supo por qué, pero aquellas
palabras la aterraron. Quiso saber cuando sería ese concurso. Su
vecino le explico que se llevaría acabo durante el primer día de
primavera. Los jueces, visitarían todos los jardines y decidirían.
Por la noche habría un ganador y un perdedor. Y acabaría todo. No
se quedó satisfecha con la respuesta, pero tuvo miedo de preguntar
más.
Durante días estuvo inquieta. No fue
la única, aquellas dos mujeres seguían visitándola a diario. La
vieja intentó ignorarlas, pero sus miradas se le clavaban como
alfileres. La molestaban de verdad. No supo que decirles, ya que
después del primer encuentro temía las reacciones de aquellas
mujeres. Y así pasaron los días. Aquellas incomodas visitas, y
otras más o menos cordiales no la molestaron a la hora de cultivar y
cuidar su jardín, pero si la hicieron sentir incomoda, añorando su
anterior soledad y serenidad.
Y un día la primavera llegó. A la
vieja la despertó el murmullo en la calle. Se asomó a la ventana y
vio decenas de personas allí. Apresuradamente se calzó unas
pantunflas y se arropó con una rebeca tan vieja como ella y salió al exterior. “Debe ser el concurso” pensó. En efecto así era.
Todos los vecinos habían tomado la calle, en grupos o en solitario
admiraban los jardines, señalaban esta u otra flor, inspeccionaban
los parterres, miraban todo con sumo cuidado. Lo que más extrañó a
la vieja fue que a pesar del ambiente de los últimos días la gente
parecía contenta y distendida. Todos eran amigos, todos sonreían,
todos hablaban con todos. Al salir a la calle, muchos la saludaron, le
dieron palmadas de ánimo en la espalada, al parecer su vecino tenía
razón, ella iba a ser la ganadora del concurso. Esperó a que
alguien le dijese algo más concreto, pero parecía que todo el mundo
ya suponía que el funcionamiento era conocido por todos. Poco a poco
la gente de la calle se fue disipando, la vieja buscó respuestas en
su amigo y vecino, pero éste tan solo le dijo que esperase en casa,
los demás vecinos irían a preparar el premio. También se interesó
por saber quien había perdido, pero a aquella pregunta no hubo
respuesta.
Durante todo el día estuvo pensado que
era todo aquello. No entendía lo que había sucedido durante la
mañana en la calle. “El que pierde se entrega al que gana”. Eso
había dicho su amigo. ¿Pero que entregaba? Ella no lo sabía. No
entendía que podía tener el perdedor del concurso que a ella le
pudiese interesar. Si había perdido por el mal cuidado de su jardín,
desde luego no necesitaría ninguno de sus trucos.
Empezó a anochecer. Estaba claro que
no iba a suceder nada. Había estado todo el día esperando algo, no
sabía qué, pero nada había pasado. Se levantó de la butaca en la
que había estado todo el día sentada, le dolía todo el cuerpo. Se
llevó la mano a los riñones y soltó una risa áspera al darse
cuenta de repente de que tampoco había comido nada. Había pasado el
día como una chiquilla estúpida esperando la resolución de aquel
concurso. Sin dejar de quejarse por sus viejos huesos, empezó a
ordenar un poco el salón. No estaba desordenado, pero necesitaba
moverse. Se agachó sobre la mesilla a recoger su labor de punto, y
entonces un resplandor naranja invadió la habitación desde el
exterior. No era la luz del atardecer, era algo más cálido y vivo.
Y por segunda vez en aquel primer día de primavera salió a la calle
sin saber que esperar.
Abrió la puerta de la entrada y un vientecillo cálido le sacudió suavemente los cabellos. Un resplandor la cegó por segundos, y cuando las imágenes frente a ella empezaron a
definirse lo que vio la dejó congelada. Todos los que habían salido
durante la mañana estaban allí otra vez. Estaban de nuevo frente a
su jardín. Pero esta vez era todo muy diferente. Algunos de ellos
sujetaban antorchas y candiles, otros tenían entre manos aperos de
labranza, azadas, palas, hoces... La vieja se quedó muda frente a
ellos. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no se sintió
amenazada, había algo en sus caras, algo en su expresión que era
desconcertante, pero no peligroso. Tenían una expresión mezcla de
júbilo y sadismo que podría poner el vello de punta hasta al hombre
más robusto. La anciana comprendió que era inútil e innecesario
intentar huir. Simplemente siguió en la puerta, abrazándose con
pasión, esperando el final de todo aquello. Entonces su vecino y
amigo salió de entre la multitud. Tras de él había dos hombres
grandes, les había visto durante la mañana y alguna vez más por
ahí. Llevaban unos delantales de algún material impermeable y
oscuro, estaban sucios. Tenían la ropa, también oscura, y los
delantales cubiertos de manchas marronaceas y pringosas. Llegó hasta
ella, transportada en la brisa caldeada por el fuego un aroma acre y
metálico. Entre los dos arrastraban un saco abultado que dejaba
tras de sí una hilera de aquel liquido oscuro con el que se habían
pringado los hombres. “Venimos a traerte tu premio” dijo su
vecino con una enorme sonrisa de triunfo. La vieja avanzó unos pasos
hacia ellos, y aquel olor se intensificó, le invadió las fosas
nasales y le llegó hasta el cerebro, le provocó nauseas. Preguntó
que era aquello con la poca voz que fue capaz de sacar de su cuerpo.
“Ya te dije que el perdedor se entrega al ganador. Ahora ellas son
abono para tu jardín”.