lunes, 21 de marzo de 2011

La brillante tranquilidad.

- Pero ¿Estás segura de que lo viste caer aquí?
- Aquí exactamente... bueno, cayó por esta zona eso seguro.
- ¡Venga ya! No se como vamos a encontrarlo si ni si quiera sabes donde está... O de si realmente cayó...
- Era un meteorito, eso lo se seguro, pero como brillaba tanto no pude verlo con claridad...
- ¿Que brillaba? ¿Estas segura de que no lo soñaste?


Estaba segura de que no lo había soñado. Tenía el momento muy vivido en su recuerdo. De hecho todavía se veía sentada allí en el porche la noche anterior. Disfrutaba tranquilamente de la brisa nocturna. Era todo un placer estar allí, saborear aquellos pequeños momentos. Era por eso que la pareja había decidido mudarse a la casa de campo, que mas bien era una casa enorme situada al borde de una espesa arboleda que acababa convirtiéndose en un frondoso bosque. Siempre que podía, que eran casi todas las noches, salía y se sentaba un rato bajo el viejo porche, y miraba las estrellas, el cielo, o simplemente escuchaba los ruidos de la noche envuelta en una gruesa manta. Pero la noche anterior, estando sentada en aquel remanso de paz un sonido como de algo que se rasga interrumpió su ensimismamiento, el ruido, muy alto por cierto, provenía del frotamiento del aire nocturno al dejar paso a un objeto que caía desde el cielo a gran velocidad. En un primer impulso pensó que era un avión, o algo más pequeño como una avioneta, que se iba a estrellar contra el suelo, veía a aquella cosa describir una línea elíptica desde algún punto muy a la derecha de la estrella polar. Se levanto conforme aquella cosa se iba acercando, parecía que iba a chocar contra la casa, en su avance imparable, descubrió que no podía apartar la vista de él, de pie esperando que aquel objeto que caía la aplastase contra el suelo campestre, empezó a distinguir la masa que descendía rápidamente, no era un avión o cualquier otro aparato parecido, como había pensado en un primer momento, sino algo informe, o quizás con una forma que ella jamás hubiese podido imaginar, y brillaba. Aquello brillaba no con el resplandor del fuego o la luz eléctrica, si no con un cálido resplandor violáceo que la invitaba a seguir allí de pie esperándolo. Entonces cayó. No hizo el estruendo esperado, si no que sonó como un fardo de hojas al caer, con un leve “puf”, ni siquiera hubo humo, o árboles caídos, solo el sonido de algunos animales que anidaban en la zona y ahora huían. El objeto había caído en el linde de la arboleda que había enfrente de la casa, y desde allí era posible saber donde había caído por que se podía distinguir ese tenue resplandor, como una llamada amorosa, como el que espera un cálido abrazo. A partir de ese momento la mujer ya no recordaba más.

A la mañana siguiente, aquella mañana, había despertado en su cama, las sabanas estaban sucias de tierra y pequeños guijarros, y ella tenía el pelo enredado y sembrado de hojas y agujas de pino. Cuando su compañero le pregunto que había pasado, ella solo pudo contarle que había visto caer algo del cielo, y algo de un sonido, olor a fresas y galletas, no pudo decir más. Él determino que era un meteorito, sin dar la menor importancia a las divagaciones que ella empezaba a hacer. Caían muchos en la tierra durante la noche, ¿así que por que no había podido caído un en su terreno? Con aire resuelto, y queriendo dar menos importancia de la que en realidad le daba, decidió que los dos saldrían a buscar aquella pequeña roca voladora, quizás fuese útil para algo (como pisapapeles pensó él) o para alguien (investigadores que pagarían por el trozo de roca...) Ella le siguió con los brazo cruzados y agarrándose los hombros, con una mirada distraída y tranquila, como si todavía pudiese ver la extraña luz.

Llevaban casi una hora buscándolo cuando él empezó a desesperar. Había hecho un barrido de unos tres metros. Entonces empezó a pensar que debía ser algo muy pequeño, tan pequeño que era posible que nadie pagase por ello. Se levantó y miró a la mujer. La vio extraña. Seguía allí de pie, agarrándose los hombros con tanta fuerza que la piel debajo de sus uñas se veía de color blanco. Ella no se había movido del sitio desde que habían salido de la casa, estaba rígida como una tabla, vigilando todos sus movimientos, pero a pesar de esto su rostro presentaba una tranquilidad armoniosa que le obligaba a seguir mirándola. Entonces ella le sonrió y él pudo apreciar que sus encías se habían vuelto de color morado. No le asusto, pero si camino hacia ella con paso curioso y lento.
Y ella se quedó de pie allí esperándolo, de pie delante del objeto que había caído la noche anterior, que en este momento estaba recuperando su brillo violáceo. Él no había podido verlo por que ella lo había ocultado durante todo este rato, pero en cuanto se acercase del todo ya no tendría que esconderlo más, el también vería el brillo embriagador y todo cambiaría. Entonces serían los nuevos él y ella en un nuevo mundo.   

martes, 8 de marzo de 2011

Peludú (O la pequeña perluquería de los horrores)

Estas dos (cosas) mujeres vivían entre nosotros desde hacía centenares de años. Seis o siete aproximadamente. Aparecieron, por que no se podía decir que hubiesen nacido, siendo dos doncellas jóvenes. Empezaron a practicar su magia negra como cocineras. Cada 20 o 30 años cambiaban de lugar y de profesión, así que a estas alturas habían ejercido de curanderas, enfermeras, asistentas, barberas, camareras, acompañantes costureras, granjeras y quién sabe cuantas cosas más. Siempre habían sido hermosas por fuera, pero por dentro no eran más que un amasijo de maldad y fealdad. No eran de este mundo. Dos entes que necesitaban de nosotros para sobrevivir, dos mujeres jóvenes, con rostros preciosos, piel de melocotón, pero manos como garras. Las tenían ásperas como papel de lija, era lo único que no habían podido esconder de su verdadera identidad, unas pezuñas de animal que a pesar de que siempre llevaban enguantadas se sentían como dos garfios mortales.
Habían ido envejeciendo con el paso del tiempo, pero no de una forma natural, a pesar de que en realidad eran mas que tricentenarias parecían simplemente un par de viejecitas adorables. Actualmente regentaban una pequeña peluquería en el centro de la ciudad. Empezaron a cortar pelo sobre los años 40, así que ya estaban a punto de cerrar el negocio y marcharse a otro lugar.
Su oficio era una tapadera. En la peluquería recogían objetos personales de sus clientes (a veces fortuitos, a veces recomendados por alguien) muestras de pelo, o otras cosas de los que pasaban por allí, y luego las utilizaban para hacer pequeños muñecos de galleta que devoraban con avidez. La galleta representaba el alma del cliente, y esto era precisamente lo que esas dos (cosas) mujeres necesitaban para perdurar. Mientras ellas devoraban el manjar que les daba la vida eterna la piel de su rostro se tensaba, las canas volvían a tomar color, y sus pechos se volvían turgentes como habían sido antaño, pero el cliente caía desplomado donde fuese que se encontrase. Caía sin vida y sin alma, daba un buen susto a quienes estaban a su alrededor, y dejaba a la familia del difunto desconsolada y llorosa, con el por que de una muerte tan repentina en los labios, “si no estaba enfermo, ayer mismo hizo planes para sus vacaciones, hacía apenas unos días que había ido al medico”. Causa de la muerte: Circunstancias Naturales. Pero de natural tenía bien poco.

El tercer protagonista de esta historia se levanto una mañana y se dio cuenta de que el flequillo le caía por encima de los ojos. Decidió que debía ir a la barbería. Tampoco es que fuese cliente asiduo de ninguna, así que entraría en la primera que encontrase de camino al trabajo.
Cuando entró en la pequeña peluquería notó el olor a amoniaco que se usaba en las permanentes antiguas, fotos de peinados que debían tener al menos 20 años colgadas en las paredes, y la pintura que ya amarilleaba. Una de las dulces viejecitas que regentaban el local le indicó que debía sentarse en una de las viejas sillas de barbero tapizada con cuero verde botella. Cuando le pusieron el babero se dio cuenta de que estaba roído en un borde, y la anciana peluquera que se lo colocaba apenas pudo levantar los brazos, costosamente se lo anudo al cuello, soltando un pequeño gemido al hacer el nudo. La peluquera tardó casi una hora en recortarle los cabellos. Sus dedos artríticos, protegidos por guantes blancos de lana, (una antigua costumbre lo más seguro), se enrollaban alrededor de las argollas de las tijeras. Sacaba la lengua en cada corte que realizaba, fijando su mirada muy atentamente y haciendo muecas cada vez que tenía que apretar. Su ayudante, una señora igualmente vieja, estaba de pie a su lado, revisando con ansiedad su trabajo. Las dos mujeres acabaron la tarea, mientras la que le había cortado el pelo le acompañaba a la salida, la otra se agachaba gruñendo para recoger con un diminuto cepillo los pelos recortados del suelo.

Una media hora después, el hombre llegó al trabajo. Mientras se sentaba en su mesa, y encendía su ordenador empezó a encontrarse raro. Se levantó para coger un vaso de agua, lo bebió de un trago, y al apoyar el vaso sobre la mesa, perdió la fuerza y cayó desplomado en el suelo del despacho. Apenas 20 minutos después le diagnosticaron una muerte por causas desconocidas. Su madre lloraba desconsolada al otro lado del teléfono.

A apenas 40 minutos de allí, mientras metían el normal cadáver en una bolsa de plástico, dos mujeres de unos 40 años con aires renovados salían de una pequeña peluquería del centro, colgando tras de si el cartel de Cerrado, cambiando así otra vez de lugar y también de profesión.