jueves, 12 de enero de 2012

Invitación a cenar.

Estaba gorda. Eso era un hecho. La infancia la pasó bien, era la típica niña regordeta con los mofletes rosados que a todas las madres les gustaría tener. La adolescencia no la pasó mal, estaba (tal y como decía su madre...) hermosa. En principio se le estaba poniendo cuerpo de mujer, estaba cambiando, así que era normal que durante algunos años se encontrase algo extraña e hinchada, y tampoco fue un trauma, tuvo menos novios que el resto de sus amigas, pero por lo demás se sentía a gusto con la talla grande. El problema vino en su madurez. Y es que ahora si: estaba gorda. Había pasado alegremente de la talla grande a la talla extra-grande. Eso le causaba depresión, y la depresión le daba unas ganas tremendas de comer. De hecho todo le daba ganas de comer: si estaba contenta comía, si estaba feliz comía, si estaba triste comía y si estaba ansiosa también. Comer, comer, comer. Y como a muchos gordos les ocurre no entendía como podía estar tan gorda. Así que en cuanto se sentía acosada por la báscula echaba mano de extrañas dolencias y enfermedades, por lo que su problema de obesidad nunca se resolvía, si no que (y nunca mejor dicho) aumentaba desmedidamente. También dejó de salir, casi ya no tenía amigos, al menos fuera de las redes sociales, y de aquellos novios que tuvo en la adolescencia nunca más se supo. Por aquellos días ya solo salía a hacer la compra, le parecía muy violento que la gente se la quedase mirando por la calle, además salía por lo más necesario: la comida. Una mañana al volver a casa de su ritual de abastecimiento, encontró en su puerta una pequeña caja. Se planteó durante unos segundos si aquello podría ser algún tipo de broma de los críos del vecindario. Sin entender que era aquella sensación que empezó a invadirla cogió la caja del suelo con un rápido movimiento y entró en casa. Dejó caer las bolsas en el suelo con un ruido sordo, y se concentro en la caja. Era posible que estuviese rellena con caca de perro o algo peor, pero parecía tan ... inofensiva. Tras acariciarla unos minutos se sentó en un mullido sofá y la abrió. En el interior había bombones. Aquella caja repleta de maravilla le llegó al fondo del corazón metafóricamente y a sus caderas físicamente. Devoró aquellas pequeñas bolitas de chocolate con autentica avidez. Y después de aquello se sintió tranquila. Durante los días siguientes aparecieron más cartas en el umbral de su puerta, y una semana después empezaron a aparecer también cartas. Al principio siguió pensando que todo aquello formaba parte de una broma cruel, pero después de la tercera misiva se convenció de que tenía un admirador secreto, aquello alimentava sus ansias ya casi enterradas en grasa de volver a ser como antes. Éste le contaba que el también era tímido, le contaba lo grande que era su amor por ella, y después le contaba que quizás algún día deberían verse. Así que de aquella forma tan peculiar de comunicación apareció la invitación a cenar. En cuanto la leyó pensó que era arriesgado quedar con un desconocido, un acosador que le dejaba notas en la puerta de casa. Podría ser un loco, un psicópata. Pero hacía el final de aquel mismo día decidió que una mujer en su estado físico de gordura infinita y ya entrada en los treinta no podía permitirse elegir. "Si aceptas esta invitación, te recogeré a las ocho en el portal". Se embutió como pudo en uno de sus antiguos vestidos, y a las ocho estaba en la acera esperando a su caballero de corcel blanco. La recogió un vehículo largo y negro. De lujo. Subió en la parte trasera, intentó hablar con el conductor pero les separaba un grueso cristal ahumado. Se sentó y esperó a llegar al destino. Viajaron durante una hora más o menos. Cuando bajó del coche un hombre delgado y guapo le esperaba en la puerta de un caserón. Cuando llegó hasta él, este le estrechó la mano, ella intentó hablar, pero él le puso el dedo sobre los labios y la acallo. Al entrar la casa parecía de lujo. Todo estaba bañado por una agradable luz dorada, recorrieron un largo pasillo hasta el comedor. Ella pensaba que cenarían solos, pero al entrar en la estancia vio una larga mesa de al menos veinte comensales. Todas las sillas estaban ocupadas, y cuando ella entró las personas que había allí la aplaudieron, como si se tratase de la estrella de la noche. Aquella mujer tan gorda ahora estaba desconcertada. Ella pensaba que iban a cenar solos, ella y su recién enamorado, pero parecía que ahora no iba a ser así, quizás era una presentación en sociedad, algo que hacía la gente de dinero. Entonces dejaron de aplaudir, todos la miraron sonrientes, ella se sonrojo y después cayó desplomada sobre la alfombra. Alguien le había golpeado por la espalda y la había dejado sin sentido. Aparecieron unos sirvientes y con sumo cuidado se la llevaron de la habitación. A la gorda no se la volvió a ver. Entró contoneándose con su enorme cuerpo a aquella casa y jamás salió, o al menos no salió entera, ya que las personas que estaban sentadas a la mesa cenaron con abundancia aquella noche.