domingo, 30 de septiembre de 2012

El sillón.


Un gato aventurero atravesó como un rayo los dos carriles desiertos de la calle. Se paró junto a los contenedores de basura y husmeó de su alrededor en busca de algún delicioso manjar desechado. Una furgoneta de alquiler entró derrapando por el extremo oriental de la calle a una velocidad inadecuada y a pesar de que la calle era bastante ancha para circular el furgón lo hacía por el centro de la calzada. En su interior dos hombres escudriñaban las aceras en busca de algo. El que estaba sentado en el asiento del copiloto señaló con aire de victoria los contenedores en los que se encontraba el gato, el animal que vio acercarse la furgoneta a velocidad pasmosa erizó los pelos de su dorsal y después se escondió entre unas cajas de un salto. La furgoneta paró sus cuatro ruedas con un chirrido y dejó un olor a goma quemada en el ambiente. Los dos hombres bajaron del vehículo todavía en marcha dejando sus respectivas puertas abiertas, apresurándose abrieron la parte trasera del furgón. Por un instante pareció que olvidaron toda la prisa que antes tenían y se quedaron mirando lo que fuese que había allí dentro.
- Tenemos que deshacernos de eso. - Dijo el que había estado sentado en la parte del copiloto.
- Pero no podemos dejarlo aquí tirado en la calle, podría pasar algo. Dijimos que íbamos a llevarlo a la planta de reciclaje. - respondió el otro mirando receloso a su compañero.
-Es peligroso y lo sabes, no podemos arriesgarnos. Dejémoslo aquí, el camión de la basura vendrá a por él y se lo llevará. - Con este último argumento convenció a su compañero. Le dio una palmadita en la espalda y los dos comenzaron a ataviarse con guantes, mascarillas y gafas protectoras. Entraron, forcejearon tan solo un minuto y entonces el conductor salió primero: parecía que estaban cargando con algo muy pesado. El hombre siguió tirando de aquella cosa y poco a poco fue apareciendo un sofá. Era una de esas butacas antiguas y enormes con orejeras. Era de color verde esmeralda con ribetes dorados y a decir verdad parecía en muy buen estado y de buena calidad. Estaba forrado con tela de jaquard estampada con dibujos geométricos de estilo rococó. Los dos hombres lo dejaron sobre la acera, al lado de los contenedores de la basura sin ningún miramiento y sus cuatro patas con forma de garra de león doradas apenas se estropearon por el fuerte golpe. Mientas el copiloto cerraba las puertas traseras del furgón de un golpe el conductor se quedó mirando aquel precioso mueble.
- Vamos, tenemos que marcharnos. - le instó el copiloto.
- No podemos dejarlo ahí... Así. - Dijo el conductor como si estuviese hablando de un cachorro apunto de ser abandonado – Deberíamos cubrirlo con algo, o esperar a ver si vienen a llevarselo...
- No lo mires, déjalo ahí. ¿Es que ya no recuerdas todo lo que ha hecho? - Sentenció el copiloto. La expresión en la cara de su compañero cambió, apartó la mirada bruscamente y corrió hasta el furgón de alquiler.
Los dos hombres subieron al vehículo en el que habían venido y con la misma velocidad exagerada con la que habían llegado se fueron. El gato callejero salió de su escondite, primero asomó la cabeza para comprobar que el peligro había pasado y vio el sofá. Majestuoso se erguía sobre la acera como un príncipe, o mejor; como un rey. Al verlo salió por completo de entre las cajas y se acercó ronroneante a su nuevo compañero de contenedor. Al llegar hasta él se frotó el costado sobre uno de los lados del asiento. La tela era suave. Sin pensarlo y olvidando su hambre se subió de un salto, y haciéndose un ovillo el delgado gato pardo se dispuso a pasar la noche en aquel maravilloso lugar.

Pasadas unas horas comenzó a amanecer en las calles y nadie había venido a recoger la basura. Lo que los dos hombres no sabían era que aquella misma noche el camión que hacía esa ruta se estropeó dos calles más abajo dejando el servicio incompleto. De ese modo, el sofá seguía en el mismo sitio donde lo habían dejado. La primera persona en pasar junto a él fue una estudiante, iba en un grupo de tres. Una chica de unos veinte años que vivía en un piso compartido. Siempre que pasaba por los contenedores y había muebles alrededor acababa inspeccionándolos por si todavía eran útiles. En la mayoría de los casos lo eran. Y es que cuando se es estudiante no es extraño recoger cosas de la basura de vez en cuando. Pero cuando vio aquel sofá se quedó maravillada se acercó arrugando la nariz por el olor de la basura apilada y alargando la mano acarició el respaldo. Fue una sensación maravillosa, como tocar un abrigo de visón. En un pis-pas y sin dudar convenció a sus compañeros de piso y entre los tres subieron el sofá a casa. Vivían a penas un par de portales más allá de los contenedores. Una vez estuvo arriba lo situaron en el salón abarrotado de muebles viejos y semi-destruidos, botellas vacías y envoltorios de comida. La estudiante que había madrugado para ir a la biblioteca al ver el sofá allí se planteo pasar la velada de estudio en casa. Sus compañeros la animaron para volver a emprender el camino, y ella salió del piso sin dejar de mirar aquel maravilloso hallazgo. Durante la mañana de estudio no pudo concentrarse. En el parón del almuerzo contó a otros amigos que se les habían unido el fantástico encuentro en los contenedores de basura. Estaba simplemente encantada. A medio día no pudo controlar sus ansias por volver a ver el sofá y dio la jornada por terminada volviendo a casa. Al llegar dejo sus cosas en el suelo de la entrada y fue directamente a sentarse en el sofá verde y dorado. Al hacerlo la invadió una sensación de tranquilidad que solo estaba superada por la comodidad de aquel asiento. ¿Como alguien había podido abandonar algo así en la calle? Era en lo único que podía pensar. Entonces notó algo debajo de sus posaderas. Algo duro se movió dentro del cojín del asiento. Ella se levantó de un salto. Se había asustado. “Bueno, si ha estado en la basura es posible que tenga ratas...” La idea de un nido de ratas en el interior de lo que ahora era su posesión más preciada la inquietó. No podía permitirlo. Sin pensar, casi como un autómata bajó al supermercado y compró todo tipo de enseres de limpieza. Pasó las siguientes horas limpiando. Primero limpió su sofá. Con un cepillo arrasó con unos cientos de pelos gatunos que había en el asiento, sacó brillo a las patas doradas, y frotó la tapicería, incluso se atrevió a abrir el cojín del asiento para comprobar si había un nido de ratas allí dentro. Por suerte, la espuma del interior estaba limpia. Aquello que notó debió ser alguna cucaracha o algo por el estilo. No había de que preocuparse. Entonces miró su sofá, limpio y reluciente, y miró a su alrededor. El salón de aquel piso de estudiantes estaba asqueroso. No habían limpiado en semanas, aquello era intolerable, aquel precioso sofá no merecía estar entre tanta suciedad. Así que se puso manos a la obra y empezó a limpiar la casa con un frenesí maníaco propio de la mejor chacha cuarentona. Sobre la hora cenar llegaron sus compañeros de la universidad. Casi no pudieron abrir la puerta, ya que el pasillo y la entrada estaban abarrotados con los otros muebles recogidos de la basura. Cuando preguntaron que estaba pasando, la chica sin dejar de limpiar les contestó que aquellos muebles eran impropios para estar con su nuevo sofá. Ellos rieron pensando que era un broma. Ella siguió limpiando. Aquella noche los otros dos chicos cenaron en la cocina, ya que el comedor estaba impracticable a causa del olor a desinfectante y por el hecho de su compañera seguía limpiando sin descanso. Cuando ellos fueron a dormir, ella subida a una escalera frotaba las paredes con ansia consiguiendo sacar el auténtico color de la pintura y no aquel amarillo sucio derivado del tabaco. Hacia las 7 de la mañana todo estaba limpio. No solo el salón, si no cocina, baños y su habitación. Incluso intentó limpiar una de las habitaciones de los otros, pero fue expulsada de ella al grito de “¿Tu eres gilipollas o que te pasa?”. Tan sólo quedaba sacar los antiguos muebles que habían sido descartados al pasillo, y puesto que sus compañeros dormían, tuvo que bajarlos sola arrastrándolos por las escaleras y la acera. Casi a las diez de la mañana había conseguido bajarlos todos. La casa estaba limpia, ya era digna de su sofá. Sin darse cuenta de lo reventada que estaba por el cansancio y de que sus compañeros de estudio ya habían salido hacia sus clases, fue a su sofá ella se sentó de nuevo en él, si no hubiese sido por que sabía que era materialmente imposible ella podría jurar que aquel asiento la abrazó, la arropó con la calidez de un amante. Después de horas de trabajo se quedó allí dormida. Cuando sus compañeros volvieron a casa ya entrada la noche, la encontraron todavía sentada en aquel sillón. Tenía un aspecto extraño. Estaba algo demacrada y con la mirada perdida acariciando los brazos de su sofá. Ellos le dijeron que iban a salir a tomar unas copas, ella respondió que se quedaría en casa. Pasó la mitad de la noche en aquella misma postura, incluso se volvió a quedar dormida. A eso de las 5 de la madrugada sus amigos volvieron a casa y la encontraron durmiendo en una posición incomoda en aquella butaca, tenía las piernas enredadas y la cabeza colgando de su cuello en un ángulo extraño. La cogieron entre los dos y la dejaron en su cama, ella ni se enteró. A la mañana siguiente se despertó y se sentía como si tuviese una resaca extraña aunque podía pensar con más nitidez que en sus últimas horas despierta, en su sopor de recién despertada no apreció la diferencia ni pensó donde estaba, pero pasado un momento se dio cuenta repentinamente de que no estaba en su sofá. Se levantó de un salto y fue al salón, al llegar lo que vio la escandalizó, uno de sus compañeros estaba sentado en su sillón. Desayunaba cereales de un bol, y la leche le chorreaba en el trayecto del plato a la boca manchando su butaca. Aquello fue como cazar a un marido infiel. Se acercó a ellos y de un manotazo lanzó el bol de cereales que se estrelló contra el suelo derramando todo lo que contenía. El chico sentado en el sofá la miró atónito y ella empezó a gritarle incoherencias. Ante el escándalo el otro de los chicos que vivía allí fue corriendo al salón, tras gritarle durante unos minutos al que estaba sentado, ella consiguió que se levantase del sofá. “Es mío, no puedes sentarte ahí”. Fue una de las cosas que más repetía.
- No se que pasa con este sillón, tampoco es tan maravilloso, además lo encontramos en la puta basura – Argumentó el otro chico que había venido por los gritos, y tras decir aquello apartando a su compañero y en un intento de calmar a su amiga se sentó en la butaca. Ella se llevó las manos a la boca, como el que tiene que contemplar una escena horripilante, al sentarse el chico lo notó como un asiento corriente, incluso algo incomodo, se removió en el asiento para ver si la experiencia mejoraba al encontrar la posición adecuada, y entonces notó algo duro en él.
- Aquí dentro hay algo.- Y mientras lo decía se levantó y se puso a desmontar el sillón, la chica soltó un grito desgarrador y se lanzó hacía delante, pero el chico que había estado antes desayunando la paró antes de que se abalanzase sobre su amigo. Este sacó el cojín del asiento, y al hacerlo vio que el fondo del respaldo estaba abierto en su base, metió la mano y efectivamente toco algo duro allí dentro. Lo agarro y tiró de ello hasta sacarlo. Al hacerlo un extraño olor a rancio invadió la habitación. Todos se quedaron mirando aquella cosa. Era una figurilla de gato de color marrón indefinido. Estaba en una posición como si estuviese dormido, con la cabecita apoyada en sus patas delanteras y la cola enrollada sobre el estómago. Además apestaba. El chico la dejó sobre la mesilla de café que había frente al sofá.
- Esto es demasiado extraño para mí... - Dijo el primer chico y salió de la habitación. El otro lo siguió oliéndose con cara de asco las manos. Ella se abrazó a si misma y se quedó mirando aquella figura de gato. Se sentó en su sofá y esto la hizo sonreír de satisfacción. Casi sin pensar cogió la imitación de gato para observarla. Era casi perfecta en sus formas, podía verse bien definida toda la anatomía del animal, le dio un pequeño golpe para ver si por el sonido podía identificar de que material estaba hecho. Estaba forrado en tela. Al cabo de un momento se relajó en su trono, dejo al gato de tela sobre su regazo y se sumergió en la abstracción de la nada. No fue consciente de cuanto tiempo pasó allí sentada, sus compañeros solo se volvieron a acercar a ella para decirle que se marchaban el fin de semana a casa de sus respectivos padres, que volverían el domingo. Ella sin darse apenas la vuelta los despidió con una mano mientras con la otra acariciaba el gato entelado sobre su regazo. “Debe ser viernes” pensó.

Al entrar en el piso una súbita oleada de peste a descompuesto les abofeteó. Su primear reacción frente a aquel olor fue llevanse las manos a la nariz y echarse atrás. Uno de ellos incluso pensó que aquel aire estaba demasiado contaminado como para querer respirarlo siquiera por la boca. El otro pensó que otra vez debían haber dejado comida fuera de la nevera y se había podrido, aunque las otras veces no había olido así. Era domingo por la noche y volvían a su piso después del fin de semana. Dejaron sus cosas en sus respectivas habitaciones y de dirigieron a la cocina en busca de los alimentos podridos. Pero allí estaba todo limpio. Fueron avanzando por el piso en busca de lo que podía ser el causante de esa peste. Cuando fueron acercándose al salón el olor se intensificaba. Allí estaba todo oscuro, las ventanas cerradas y las luces apagadas. Se apresuraron a abrirlas y ventilar el ambiente ya que el olor era insoportable en esa habitación. Cuando se hizo la luz la encontraron. Era de ella de donde emanaba el olor, era su compañera. Todavía vestida con la misma ropa que llevaba el viernes pasado, seguía sentada en SU sillón. Solo que ahora había una diferencia y es que parecía que había partes de su cuerpo que formaban parte del propio asiento. Todavía con la mano sobre el gato de tela, parecía que no se había levantado ya desde que ellos la dejaron allí. No podían decir si respiraba o no. La otra mano la tenía sobre el brazo de la butaca, pero esta ya no parecía su mano, si no que su piel se había convertido en áspera y gruesa, cuando la miraron más de cerca llegaron a la disparatada conclusión de que la piel de su mano y su brazo se había transformado en tela. Y lo mismo le pasaba en las dos piernas, en la mitad de su cara y en gran parte de su cuerpo. Estupefactos comprobaron que finalmente ella había pasado a ser parte de su preciado sofá.