jueves, 20 de marzo de 2014

Jardines

Aquella vieja señora llevaba muchos años, por no decir todos los que tenía, viviendo en una casita cerca del pequeño pueblo. Siempre le había gustado la distancia y la soledad, iba y venía cuando quería y nunca tenia que dar explicaciones a vecinos cotillas. Ahora que había llegado a sus años dorados de vejez, empezó a sentirse sola. Empezó a sentirse aislada. En su mente aparecían sin cesar imágenes de ella tendida en el suelo patas arriba como si se tratase de una cucaracha, imágenes de la llave del gas abierto, de las puertas sin cerrar o de gamberros entrando por las ventanas para robar a una vieja indefensa. Y es que eso era lo que les pasaba a las señoras mayores que vivían solas en el campo. Con el tiempo dejo de tener ventajas toda aquella soledad, y a contar con innumerables miedos y temores. Así que un buen día, y no sin mucho meditar, tomó la decisión. Se iría a vivir al pueblo. Al menos allí si resbalaba en la escalera, un vecino fisgón la oiría gritar. Se trataba de cambiar su falsa seguridad por una sensación de vigilancia. A través de una agencia no le costó encontrar un comprador para su viejo chalet, y la única condición que puso al joven encargado de encontrar su nuevo hogar fue que éste tuviese un amplio jardín. Uno en el que pudiese trabajar durante las mañanas, admirar durante las tardes, y anhelar en las noches.
Un camión de tamaño mediano llevó todas sus antiguas pertenencias a su nueva casa; un pequeño adosado de una calle ajardinada. Pronto las paredes desnudas se impregnaron del olor a naftalina que desprendían los muebles y los tapetes de ganchillo de la vieja señora. En apenas unas horas hizo de aquel nuevo lugar su morada. No sin esfuerzo también hizo de su jardín un pedazo de tierra digno de envidiar. Sus setos y sus flores se mecían y brillaban al sol con luz propia, plantó dos frutales cuyo estallido de flor fue comentado hasta en los rincones más alejados del pueblo. Y es que en aquel pueblo había una gran afición: el cultivo y la competición entre los jardines de aquella calle.
No solo la mujer cuidaba su jardín con exageración, es que sin saberlo había entrado en una pequeña competición, ya que todos allí cuidaban sus jardines como si les fuese la vida en ello. El pueblo que se componía apenas de tres calles, tenía aquella declarada como la de la alegría.
No le costó hacer nuevos amigos allí, y más con ese hermoso jardín. Su nuevo vecino, un viudo de cabellos canos se convirtió en uno de los más allegados.
Una tarde soleada, una en la que la primavera ya estaba por llegar, el vecino la invitó a compartir las horas muertas de la tarde junto a él en el porche. Hablaron de sus jardines, compartieron algunos trucos de horticultura, y entonces el hombre dijo “El concurso está ya a la vuelta a la esquina”. ¿Concurso? Ella no había oído nada respecto a un concurso. Su amigo la miró extrañado. No podía ser que ella no conociese “El concurso”. Tras cerciorarse de que no le engañaba, él le dijo: “Bueno, por el aspecto de tus flores, no tienes de que preocuparte.” Ahí terminó la conversación. Una mujer de su edad había aprendido a lo largo de su vida cuando debía callar. Además podía ser que su maduro amigo de sienes plateadas estuviese más chocho de lo que había juzgado en un principio.
Pasaron los días y ella olvidó aquel tema. Más por la edad que por falta de curiosidad. Así es la memoria de los viejos: recuerdan más sus infancias que los días presentes. En cambio no había podido dejar de observar como con la entrada en ciernes de la primavera sus vecinos se afanaban, aún más, en trabajar en sus jardines. El ambiente amable y sereno de la calle comenzó a cambiar. Ella pensó en el influjo extraño de las estaciones y el tiempo. Aquellos vecinos en apariencia amables y tranquilos, ahora se lanzaban miradas furtivas y se espiaban unos a otros tras los setos. A menudo los veía cuchicheando y observándola con malicia. La miraban a ella y señalaban hacia su jardín. Ella empezó a pensar que había hecho algo incorrecto. Realmente le importaba poco, acostumbrada al aislamiento como estaba aquellas frivolidades de la sociedad ni las entendía, ni le apetecía participar en ellas.
Una mañana, mientras inspeccionaba los capullos a punto de estallar de uno de sus frutales, descubrió detrás de un gran rosal a dos ancianas mirándola y cuchicheando. Aquello la molestó. Les dio los buenos días y les preguntó que ocurría. Y como única contestación, una de aquellas mujeres levantó con ira pero pausadamente el dedo corazón de su mano derecha y se lo mostró. Inmediatamente después empezaron a subir la calle, alejándose de ella, agarrándose una a la otra y dándose la vuelta de vez en cuando para mirarla con rabia. Mientras se marchaban seguían cuchicheando. “No te preocupes, es por el concurso; pronto terminará todo”. La voz de su vecino llegó desde el jardín contiguo. “¿Por el concurso?...” Estaba muy confundida. “Si. Seguramente ellas pierdan y tu lo ganes. Es una tradición muy antigua. El que pierde se ofrece al que gana. Es así desde hace cientos de años”, contestó. No supo por qué, pero aquellas palabras la aterraron. Quiso saber cuando sería ese concurso. Su vecino le explico que se llevaría acabo durante el primer día de primavera. Los jueces, visitarían todos los jardines y decidirían. Por la noche habría un ganador y un perdedor. Y acabaría todo. No se quedó satisfecha con la respuesta, pero tuvo miedo de preguntar más.
Durante días estuvo inquieta. No fue la única, aquellas dos mujeres seguían visitándola a diario. La vieja intentó ignorarlas, pero sus miradas se le clavaban como alfileres. La molestaban de verdad. No supo que decirles, ya que después del primer encuentro temía las reacciones de aquellas mujeres. Y así pasaron los días. Aquellas incomodas visitas, y otras más o menos cordiales no la molestaron a la hora de cultivar y cuidar su jardín, pero si la hicieron sentir incomoda, añorando su anterior soledad y serenidad.
Y un día la primavera llegó. A la vieja la despertó el murmullo en la calle. Se asomó a la ventana y vio decenas de personas allí. Apresuradamente se calzó unas pantunflas y se arropó con una rebeca tan vieja como ella y salió al exterior. “Debe ser el concurso” pensó. En efecto así era. Todos los vecinos habían tomado la calle, en grupos o en solitario admiraban los jardines, señalaban esta u otra flor, inspeccionaban los parterres, miraban todo con sumo cuidado. Lo que más extrañó a la vieja fue que a pesar del ambiente de los últimos días la gente parecía contenta y distendida. Todos eran amigos, todos sonreían, todos hablaban con todos. Al salir a la calle, muchos la saludaron, le dieron palmadas de ánimo en la espalada, al parecer su vecino tenía razón, ella iba a ser la ganadora del concurso. Esperó a que alguien le dijese algo más concreto, pero parecía que todo el mundo ya suponía que el funcionamiento era conocido por todos. Poco a poco la gente de la calle se fue disipando, la vieja buscó respuestas en su amigo y vecino, pero éste tan solo le dijo que esperase en casa, los demás vecinos irían a preparar el premio. También se interesó por saber quien había perdido, pero a aquella pregunta no hubo respuesta.
Durante todo el día estuvo pensado que era todo aquello. No entendía lo que había sucedido durante la mañana en la calle. “El que pierde se entrega al que gana”. Eso había dicho su amigo. ¿Pero que entregaba? Ella no lo sabía. No entendía que podía tener el perdedor del concurso que a ella le pudiese interesar. Si había perdido por el mal cuidado de su jardín, desde luego no necesitaría ninguno de sus trucos.
Empezó a anochecer. Estaba claro que no iba a suceder nada. Había estado todo el día esperando algo, no sabía qué, pero nada había pasado. Se levantó de la butaca en la que había estado todo el día sentada, le dolía todo el cuerpo. Se llevó la mano a los riñones y soltó una risa áspera al darse cuenta de repente de que tampoco había comido nada. Había pasado el día como una chiquilla estúpida esperando la resolución de aquel concurso. Sin dejar de quejarse por sus viejos huesos, empezó a ordenar un poco el salón. No estaba desordenado, pero necesitaba moverse. Se agachó sobre la mesilla a recoger su labor de punto, y entonces un resplandor naranja invadió la habitación desde el exterior. No era la luz del atardecer, era algo más cálido y vivo. Y por segunda vez en aquel primer día de primavera salió a la calle sin saber que esperar.

Abrió la puerta de la entrada y un vientecillo cálido le sacudió suavemente los cabellos. Un resplandor la cegó por segundos, y cuando las imágenes frente a ella empezaron a definirse lo que vio la dejó congelada. Todos los que habían salido durante la mañana estaban allí otra vez. Estaban de nuevo frente a su jardín. Pero esta vez era todo muy diferente. Algunos de ellos sujetaban antorchas y candiles, otros tenían entre manos aperos de labranza, azadas, palas, hoces... La vieja se quedó muda frente a ellos. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no se sintió amenazada, había algo en sus caras, algo en su expresión que era desconcertante, pero no peligroso. Tenían una expresión mezcla de júbilo y sadismo que podría poner el vello de punta hasta al hombre más robusto. La anciana comprendió que era inútil e innecesario intentar huir. Simplemente siguió en la puerta, abrazándose con pasión, esperando el final de todo aquello. Entonces su vecino y amigo salió de entre la multitud. Tras de él había dos hombres grandes, les había visto durante la mañana y alguna vez más por ahí. Llevaban unos delantales de algún material impermeable y oscuro, estaban sucios. Tenían la ropa, también oscura, y los delantales cubiertos de manchas marronaceas y pringosas. Llegó hasta ella, transportada en la brisa caldeada por el fuego un aroma acre y metálico. Entre los dos arrastraban un saco abultado que dejaba tras de sí una hilera de aquel liquido oscuro con el que se habían pringado los hombres. “Venimos a traerte tu premio” dijo su vecino con una enorme sonrisa de triunfo. La vieja avanzó unos pasos hacia ellos, y aquel olor se intensificó, le invadió las fosas nasales y le llegó hasta el cerebro, le provocó nauseas. Preguntó que era aquello con la poca voz que fue capaz de sacar de su cuerpo. “Ya te dije que el perdedor se entrega al ganador. Ahora ellas son abono para tu jardín”.

jueves, 9 de enero de 2014

El viaje

Desde la ventanilla del vehículo en marcha observaba los edificios desplazarse hacia atrás como si se tratase de un decorado de teatro antiguo. Aquellas casas y aquellas calles eran muy diferentes de las que había conocido hasta entonces. La gente parecía diferente también. No era de extrañar; después de un viaje de 12 horas en coche habían llegado por fin a su tierra prometida. Allá donde comenzarían una nueva vida. De todos modos a ella todo le parecía “extraño”. Los edificios debían ser realmente de otro siglo, y aún así parecían nuevos, y los edificios que eran nuevos tenía un brillo demasiado... “nuevo”, como si todo hubiese sido construido unas pocas horas antes de que llegasen. Por mucho que intentaba convencerse de que aquello debía ser una sensación que asaltaba a todos los inmigrantes, había algo que no estaba bien.
- Hay algo que no cuadra en este sitio.- le dijo a él, que ponía toda su atención en circular correctamente por aquellas calles desconocidas.
- ¿Si? ¿que es exactamente? - contestó vagamente.
- Bueno, las casas son antiguas, pero... parecen nuevas.
- Ya claro, a eso se le llama “conservación”, son cosas que se pueden hacer con una economía prospera.
- Si, pero mira la gente, y las otras casas, las más modernas... son como demasiado modernas.
- ¿Que es lo que pasa? No se a que te refieres cuando dices que algo no encaja... - él empezaba a exasperarse.
- No lo se... es tan... artificial.
- ¿Quieres decir que es como si se hubiese construido para nosotros? - Hizo la pregunta y sonó como un chiste malo. Ella se sintió ridícula. Pensó que ya era demasiado traumático haber tenido que dejar su tierra natal como para que empezase con delirios paranoides molestando a su compañero. Simplemente puso todas sus fuerzas en reprimir aquellos miedos inexplicables.
Llegaron a su nueva casa hacia las seis de la tarde, estaban exhaustos a causa del viaje, tenían ganas de descargar sus bultos y descansar. La casera, amable, les explicó el funcionamiento de los interruptores y demás instrumentos de la casa. Aunque sería mas acertado decir que se los explicó a él, que dominaba por completo el idioma, ella era una mera espectadora. Mientras les veía a los dos articular aquellas palabras incomprensibles se percató de que aprender aquel galimatías le llevaría una eternidad, ya que le parecía que no había una palabra igual a otra, parecía que lo inventaban sobre la marcha. Cuando la mujer se fue se tumbaron en la cama. Era un pequeño loft de 40 metros cuadrados, por que el que iban a pagar unos 600 euros al mes. Olía a pintura fresca. La habitación, con su pequeña cocina, salón-dormitorio, y baño a parte, estaba impecable.
- La casera ha dicho que acaban de pintarlo. Dice que al usarlo para alquileres cortos intentan renovarlo cada poco tiempo. - Ella se quedo pensativa mirando a su alrededor. Él seguía hablando, decía no se qué sobre los pisos en alquiler de aquel país (a ella le empezaba a parecer que él ADORABA todo lo referente a aquel lugar) ella se levantó y se dirigió directamente a la mesa de cristal que había en el centro de la habitación, presionó la fría superficie con la palma de la mano y al retirarla no quedó marca. Debía de haber quedado alguna huella de la impresión, el vaho por el calor del cuerpo, algo de grasa corporal, pero allí no había nada. Él seguía hablando sin cesar, ella no lo escuchaba. Volvió a repetir el gesto. Obtuvo el mismo resultado.
- ¿Pero que haces? - No se había percatado de que él había dejado de hablar y la miraba como si fuese marciana.
- Pensaba... - No podía decirle lo que pensaba, no después de su conversación en el coche – Que tengo hambre, deberíamos cenar.
- No tenemos nada en la nevera.- dijo él mientras su miraba se volvía un poco más normal – Pero podemos salir a tomar algo. Debe haber algún restaurante o bar por aquí cerca. Y ya sabes que esta gente cena antes que nosotros... - Y así volvió a coger el hilo de su explicación sobre las bonanzas de este nuevo lugar. Mientras el hablaba sin cesar, salieron de la pequeña casa, ella echó un último vistazo a la impecable mesa de cristal.
Ya en el restaurante, sentados a la mesa, él pidió algo, y ella esperó mientras él no dejaba de hablarle sobre aquel nuevo país. Ella empezaba a cansarse, él no dejaba de enumerarle las maravillas de aquel lugar, y por un momento a ella le dio la impresión de que intentaba “aleccionarla”. Les trajeron la comida. Nada tenía el sabor que ella esperaba. No era ni buena ni mala, no le recordaba a nada, casi pudo haber dicho que todo tenía un sabor neutro. Un sabor nuevo. Cuando terminó su comida puso los cubiertos sobre el plato vacío, y al hacerlo se dio cuenta de que el plato estaba limpio. No solamente sin comida, si no sin rastros de ella. Ni restos de salsa, ni jugos, ni nada. En el plato no había nada. Cogió el cuchillo y se lo acercó a los ojos para observarlo con más atención, tampoco había ningún resto en él.
- ¿Pero ahora que haces? - la pregunta de su compañero la sacó del susto.
- ¿Pero es que no lo ves? ¡No hay nada! ¡Nada en el plato ni en los cubiertos! - habló con voz desesperada, casi gritando.
- Claro que no hay nada, te lo has terminado todo, es normal que no haya nada. - en el tono de él, en su respuesta, había un matiz conciliador que al contrario de lo que pudiera pretender la exasperaba más.
- ¡Joder! No me hables como si fuese idiota, quiero decir que mi plato no está sucio, no hay restos, es como si no hubiese habido nada nunca. - Miró el plato de él, estaba igual que el suyo. - ¡Imbécil, mira tu plato!
- Estás cansada, y además gritas, estás dando el espectáculo. - Su tono había cambiado, era ahora mucho más grave, la estaba reprimiendo. Empezó a sentirse atrapada. Miró a su alrededor y pareció que lo que él decía era cierto: estaba montando una escena. Todos en el local la estaban mirando. Ella miró fijamente al camarero tras la barra. Este le devolvía la mirada. Entonces algo falló. Algo más evidente que las huellas en el cristal o un plato limpio. La figura del camarero pareció desaparecer y recomponerse en pequeños fragmentos. Todo ocurrió apenas en un segundo. Aquel parpadeo la horrorizó. Se levantó de la mesa atropelladamente y corriendo se dirigió hacia la puerta. Antes de llegar a ésta su novio la interceptó.
- ¿Puede saberse a dónde vas?
- Me marcho de aquí. ¿No ves lo que está pasando? ¡Esto no es... REAL!
Él la cogió por el brazo y apretó la mano como una tenaza. La miraba directamente a los ojos. Ella se aterrorizó.
- ¡Suéltame! Por favor, me estas asustando. Esto no me gusta.
Él siguió mirándola fijamente y no bajó la presión sobre el brazo de ella. Entonces vio algo en sus ojos. No supo explicarse si era el mismo parpadeo virtual que había visto en el camarero o algo más controlado. Pero le golpeó la certeza de que él tampoco era real. Sin pensarlo le dio un empujón, él cayó un poco hacia atrás soltándola, ella salió por la puerta agarrándose el brazo en un gesto inconsciente, y corrió sin rumbo calle abajo.
Tras correr unos minutos se lanzó de cabeza a un callejón oscuro que quedaba a su derecha. Allí había unos contenedores, se escondió de cuclillas junto a uno. Su primer instinto la llevó a ver si la seguían. No era así. Se levantó la manga de la camisa para ver si estaba herida. Tras el apretón que había recibido en el brazo no sentía dolor, pero debía asegurarse. En su brazo no había nada. Ni tan siquiera una pequeña marca o rojez. ¿Que significaba aquello? ¿Se había vuelto loca? ¿Lo había imaginado todo? No. Aquello había ocurrido. Intentó recordar algo anterior al viaje, pero no pudo. Sí tenía recuerdos de su infancia, recuerdos de su juventud, recuerdos de su vida en común con él, pero no recordaba nada concreto sobre su vida inmediata antes del viaje. Estaba desconcertada. Entonces empezó a sentirse rara. Comenzó como una picazón en las manos, y fue avanzando por sus brazos hasta su cuerpo. Se miro las extremidades. La camisa había vuelto a colocarse de nuevo sobre su brazo, como si nunca la hubiese remangado. Por el contrario sus manos presentaban un aspecto extraño, eran como más transparentes. Empezaron a parpadear como lo había hecho el camarero en el bar. Se asustó todavía más, se abrazó a si misma y entonces lo notó. Pudo ver como todo a su alrededor parpadeaba y poco a poco se iba desmoronando en pequeños cubos hasta no quedar nada. Ella misma se sintió caer en la nada. Pocos segundos después se desvaneció.

Desde la ventanilla del vehículo en marcha observaba los edificios desplazarse hacia atrás como si se tratase de un decorado de teatro antiguo. Aquellas casas y aquellas calles eran muy diferentes de las que había conocido hasta entonces. La gente parecía diferente también. No era de extrañar; después de un viaje de 12 horas en coche habían llegado por fin a su tierra prometida. Allá donde comenzarían una nueva vida. De todos modos a ella todo le parecía “extraño”. Los edificios debían ser realmente de otro siglo, y aún así parecían nuevos, y los edificios que eran nuevos tenía un brillo demasiado... “nuevo”, como si todo hubiese sido construido unas pocas horas antes de que llegasen. Por mucho que intentaba convencerse de que aquello debía ser una sensación que asaltaba a todos los inmigrantes, había algo que no estaba bien.
- Hay algo que no cuadra en este sitio.- le dijo a él, que ponía toda su atención en circular correctamente por aquellas calles desconocidas.
- Eso ya lo dijiste ayer. - respondió su compañero sin apenas prestarle atención.
- ¿Como...? - De repente tuvo la sensación de que era cierto, era como estar en un dejavú infinito, en un bucle. Miró a su novio y éste empezó a parpadear. A ella no le cogió por sorpresa y recordó lo que había sucedido la noche anterior en el bar, entonces recordó muchas noches y días anteriores dentro de una pesadilla infinita. Entre lágrimas intentó abrir la portezuela del coche, pero el tirador no respondía a sus sacudidas. “No, no, no...” era lo único que podía repetirse en su mente. Entonces todo empezó a decaer... otra vez. Unos pocos segundos después ella se sumió de nuevo en aquel vacío, no sin la certeza de que volvería despertar en el mismo momento, una vez más, como las miles de veces anteriores.

- La simulación falla cada vez antes. Intenta corregir eso o la perderemos... como a los demás.
Dos extraños miraban las imágenes proyectadas sobre el viaje de ella a otro país. Uno de ellos apretaba con dedos anormalmente largos en un teclado, y se esmeraba por encontrar el fallo en la simulación que había creado. El otro miraba el tanque de suspensión en cuyo liquido flotaba inerte el cuerpo de ella conectado a decenas de cables. Puso una mano sobre el cristal que estaba tibio y dijo casi para sí mismo:
- No podemos perdérla, es la única que queda...