lunes, 20 de junio de 2011

La madre.

Mientras mira a través de la ventana y los árboles, y la hierba y todo aquello no puede dejar de pensar en su madre. Ella falleció unos meses atrás, y él ahora piensa que nunca será capaz de sobreponerse a la pérdida. Y es que a pesar de que no es Norman Bates, ellos dos tenían una relación muy especial. Especial en el sentido normal, nada de cosas raras. Ahora la echa de menos. Como todos los años por estas fechas él ha venido a la casa de campo en el pueblo de su madre. Al principio piensa que un lugar conocido, un lugar que representa la conexión entre ellos dos le sentaría bien, pero tras pasar por el pueblo todos los habitantes de este le han dado su más sentido pésame. Ahora se siente abatido y cansado, y no puede dejar de pensar en su madre, en lo repentino de su muerte, en la inminencia de su propia decadencia. Desde que su madre pasó a mejor vida, (él duda eso de mejor...) ha visitado psicólogos y psiquiatras, y algunos otros curanderos que no quiere recordar. Ahora y aquí, de pie mirando a través de los viejos y opacos cristales de la vieja casa de campo, decide que es hora de avanzar, de pasar página. Debe empezar por vender esta casa, después ya se irá deshaciendo de los bienes materiales que lo amarran fuertemente al recuerdo de su madre muerta. En ese momento siente una presencia, es como una brisa cálida, no le asusta. Vuelve la cabeza atrás pero la vieja casa sigue inmersa en su plácida oscuridad tan tranquilamente. Él se vuelve hacia la ventana y destierra de su mente brisas fantasmales. En ese preciso instante suena el teléfono. Este aúlla con un timbre cascado, como el de una pequeña campana agrietada. Proviene de un viejo (como todo lo que hay en la casa) aparato de los años 50, uno de esos en los que el auricular te cubre desde la sien hasta la barbilla. Él se acerca con paso normal y a la vez se pregunta quien puede ser, en la ciudad no hay mucha gente que pueda saber que está aquí, coge el teléfono a pesar de que no tiene ganas de hablar con nadie: 
- Lamento informarle de que su madre ha fallecido – Suena una voz metálica pero conocida al otro lado. A pesar de que se oye amortiguada él la reconoce como la del médico que atendió a su madre en sus últimos días. Por un momento se ve en su apartamento de la ciudad, con su moderno teléfono en la mano, al mismo día en el que aquel médico lo llamó para darle la noticia, como para quitarse una mosca molesta de encima se sacude con fuerza, y vuelve a la vieja casa de campo, herencia familiar de su ex-madre.
- Ya se que ha muerto... Usted mismo me lo dijo hace 7 meses. ¿Es que tiene algo más que decirme? - casi no puede contener la ira, y desde luego no entiende por que le vuelve a llamar el doctor.
- Lamento informarle de que su madre ha fallecido - Vuelve a repetir con un tono idéntico al anterior. Él empieza a perder la paciencia.
- Oiga si es una broma no tiene ninguna gracia... - Contiene las lágrimas, hay que ser un energúmeno para mofarse del dolor de cualquiera.
- Lamento informarle de que su madre ha fallecido... - esta vez la voz ha cogido un tono más metálico, más inhumano. De todas formas él esta ya fuera de sus casillas, tiene ganas de gritar al auricular y estrellarlo contra la pared, en lugar de eso cuelga descargando sobre el aparato toda su fuerza.
Dos lagrimones le resbalan por las mejillas, más que entristecido se siente ridiculizado. No entiende quien puede ser tan cruel. Se agacha sobre el suelo para localizar el cable del teléfono, quizás lo mejor sea desenchufarlo. Lo ve pegado a la pared. Tira un poco de el cable, pero descubre que este cede fácilmente al tirón, está desenchufado. No se trata simplemente de que esté fuera de la clavija, es que ha sido mordisqueado lo que hace físicamente imposible su reciente conversación con el médico de su madre lamentablemente fallecida. Ahí de cuatro patas sobre el viejo suelo y con el cable roído en la mano se le pone la piel de gallina. Empieza a pensar que posiblemente (seguro) ha perdido la cabeza. Se acerca un poco más el cable a los ojos, para investigar su también lamentable estado y cuando lo tiene a menos de tres centímetros de la nariz, el viejo teléfono de los años 50 empieza a sonar de nuevo. Él da un salto hacia atrás, y se queda mirando el aparato con los ojos bien abiertos, aquello no puede estar pasando. Muy lentamente alarga la mano libre y coge el auricular, al tirar de este el teléfono cae con estruendo contra el suelo, la carcasa se rompe en varios pedazos, deja ver su interior viejo y oxidado. Pero aún así el aparato sigue sonando con ese graznido de cuervo viejo. Él recupera el equilibrio de manos y se pone el auricular en la oreja. No sabe que esperar:
- Lamento... Informarle... - esta vez la voz del medico parece vieja y enferma, además tose con profusión, al igual que tosía su madre horas antes de morir sola. Antes de que termine la frase él lo interrumpe:
- ¡Ya se que mi madre ha muerto! ¿Que quiere de mi ahora? - el grita con voz aguda y llora a la vez, aunque es posible que no se este dando cuenta de que lo hace. Entonces se hace el silencio al otro lado del auricular. Él presta atención, le parece oír un sonido débil en el fondo, es alguien que tose. Y poco a poco , a esta tos se le unen muchas más. En apenas 10 segundos casi tiene que apartar el aparato de su oreja, entonces el médico vuelve a hablar, de nuevo tosiendo y penando:
- La... Madre... Muerta... Quiere... Saber... por que... NO... estabas... ALLI – Las toses continúan, además ahora hay gritos. Él se pone triste. Desde que su madre murió se ha reprochado el no haber estado a su lado, se siente muy miserable, y a la vez esta muy cabreado con el médico. Entonces le grita:
- ¡Me marche a casa por que Usted dijo que estaba mejorando! Quería asearme y comer algo en condiciones, si hubiese sabido que iba a morir no... - los gritos, lamentos y toses del otro lado no le dejan continuar. Aparta un poco el auricular, entonces descubre que aquellos sonidos, últimos estertores de la muerte, ya no solo están en el teléfono, también están en la casa. Lo envuelven y amenazan con saltar sobre él. Empieza a sentirse pequeño, ahora si tiene mucho miedo. Entonces al otro lado del teléfono (y por último) el doctor dice:
- La madre muerta vino a por mi... Ahora irá a por ti también.

lunes, 6 de junio de 2011

La chica de la estación.

Cuando se sentó a mi lado me pareció bastante extraña. No solo por su forma de actuar, también por como iba vestida. Era una de esas chicas que se disfrazan de los años veinte. Zapatos de cordones, vestido estampado con flores, y una rebeca de punto que bien podía haber tenido 50 años. También llevaba un bolso de concha blanco precioso. Se sentó como si llevase mucho tiempo perdida y mirándome de reojo se subió los leotardos de lana. Yo miraba el mapa de la estación. No había estado nunca allí, pero estaba segura de estar en el sitio correcto. Si el tren se retrasaba o no, ya era otra cosa. Parecía que ella iba a tomar el mismo tren. Me preguntó si sabía cuanto tiempo iba a tardar en llegar, lo hizo con una voz dulce y suave, se le noto que era muy tímida. Yo le contesté que no lo sabía. Ella miró de reojo el mapa, como si estuviese tan desubicada como yo. Con una sonrisa se lo tendí, quizás quisiera echarle un vistazo. Ella sonrió y bajo la cabeza, en voz baja volvió a balbucear un gracias, pero al pasarle el mapa una ráfaga de viento inesperada se llevo consigo el mapa de la estación. El pequeño trozo de papel planeo por encima del pasillo vació y acabó cayendo en las vías. A mi me dio la risa, a ella le entró mucha vergüenza, y culpabilidad supongo, se puso la mano en el pecho y me dijo un sentido “Lo siento”, yo le sonreí y le puse la mano sobre el hombro, ella pareció no darse cuenta, estaba helada como un trozo de hielo. El frío me atravesó la piel como un calambre, y aparté la mano rápidamente, ella desvió la mirada al frente y se quedó mirando la nada. Desde luego era una persona extraña, y el tren se retrasaba. Ella empezó a cantar. ¿Quien se pone a cantar estando sentado al lado de un extraño? Yo intentaba no mirarla, me daba vergüenza ajena. Me estaba aguantando la risa, debió notarlo por que se calló de repente. Al darme la vuelta la chica rara había desaparecido. No entendí como se había podido marchar tan rápido sin que yo me diese cuenta. Me incline sobre el banco de madera sobre el que estábamos sentadas, por si la veía al final de la estación o donde fuese que se había escondido, pero allí no había nadie. Era muy posible que se hubiese ofendido por mi risa y se hubiese marchado. Bueno, pues ella perdería el tren, no yo. Las luces parpadearon, los fluorescente del techo iban y venían como si la corriente eléctrica fuese a desaparecer de un momento a otro. No me apetecía quedarme allí a oscuras. Me levanté del banco. Di un par de gritos, por si había alguien de mantenimiento, o simplemente alguien, que pudiese decirme si nos íbamos a quedar a oscuras. Entonces la chica rara de los años 20 empezó a cantar de nuevo. Me dio un escalofrío. La llamé, pero no la veía, debía estar escondida en una de las columnas que había en el andén. Aquello si era raro. Le grité que dejase de hacer tonterías, me estaba asustando. Ella se calló. La luz seguía parpadeando, pensé que como siguiese así me iba a dar un ataque de epilepsia. Estaba muy cerca de las vías, retrocedí un poco, había algo allí. Las luces volvieron a fijarse, y allí estaba ella. La chica tímida disfrazada de los años veinte estaba de pie en medio de los raíles. Pero no era la misma. Llevaba el mismo vestido floreado, pero esta vez estaba sucio y hecho girones, le faltaba una de las medias de lana, y en la pierna desnuda tenía la carne carbonizada. Lo mismo le pasaba en la cara. Le faltaba todo el pelo, y apenas se le podían reconocer las facciones que antes se veían tan claras. Ahora si estaba asustada de verdad. No entendí que estaba pasando. De repente las luces se apagaron, ella volvió a cantar. Yo no podía ni respirar ni pensar con claridad. Casi a gatas fui hacia atrás y conseguí sentarme de nuevo en el banco de madera donde había empezado todo. Allí estaba mi bolso, lo agarré con fuerza. Saqué mi móvil pero allí no había cobertura, ella seguía cantando. Le grité que se callase. Entonces hubo un pequeño parpadeo y las luces volvieron definitivamente. Ella ya no estaba en las vías. No quise mirar, no quería volver a verla. Tenía miedo. Al menos ella se había callado. Entonces me preguntó si sabía cuanto tiempo iba a tardar el tren, otra vez. Me gire de golpe y allí estaba ella, sentada a mi lado en el banco de madera, como al principio. Me quede congelada de miedo. Ella volvía a tener su vestido intacto, y las dos medias puestas, por no hablar de su piel y su pelo. Yo abrí la boca para decir algo, pero no salió nada por mis labios, ella se limitó a sonreírme con timidez, volvió a rascarse la pierna que antes tenía chamuscada. La luz empezó a parpadear de nuevo, pero esta vez como si lo hiciese a cámara lenta, entonces lo volví a ver. La luz se apagaba y ella estaba quemada, con el vestido tristemente destrozado. La luz se encendía y ella estaba allí de nuevo con una mirada angelical en el rostro. Entonces haciendo ruido de hierros oxidados llegó el tren. Las luces se estabilizaron de nuevo. Yo me levante y me dirigí corriendo a la puerta del vehículo sin dejar de mirarla. Subí al tren de espaldas, y ella seguía ahí, sentada en el banco de madera, esperando algún tren que no era este. Cuando el vagón empezó a deslizarse ella levantó una mano a modo de despedida y las luces volvieron a parpadear.