martes, 10 de marzo de 2015

La Duquesa del terror

N del A: Últimamente tengo el blog un poco abandonado. Parece, también, que últimamente todos los proyectos en los que andaba metida se han ido cayendo. No importa, otros vendrán. Por el momento dejo por aquí el cuento que escribí para cierta antología.

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Fue el paciente cero. Nadie lo supo hasta que ya fue tarde, y la cosa fue tan gradual que tampoco se
pudo parar, o no se hubiese podido parar si ese hubiese sido el deseo de alguien.

La infección no se dio tal y como tantas veces nos había enseñado la ciencia ficción mediante el cine o la literatura; no hubo contacto vírico y no fue obra de ningún desastre de laboratorio. Simplemente su genética real y sus células de origen ancestral se fueron endeñando hasta convertirla en el primer zombie de la historia. Quizás fue fruto de la endogamia propia de los segmentos de su estatus, tantas bodas pactadas entre primos y tanto afán para conservar la sangre azul, acabó volviendo el azul elemento en verde, un verde podrido y apestoso que ganaba terreno en su cuerpo día a día. Inexorable. Muchos, de haberlo sabido, lo habrían llamado cáncer, la enfermedad de nuestros días, o lepra, incluso algo peor, pero el caso fue que aquel cambio tan radical y desagradable en lugar de llevarla a la muerte le abrió las puertas a un glorioso futuro.

Los medios de comunicación, el "lameculismo" de tertulianos y apoderados de las ondas colaboró en gran medida a que la transición zombie de este primer cadáver fuese aceptada, y pasase totalmente "desapercibida" por casi todos. Si ella salía en televisión, caminando a paso de mosca, clavando las uñas ponzoñosas en el brazo de su flamante y joven marido, con la mirada perdida y el limo chorreando desde su oído interno, siempre había un defensor sentado en un sofá de skay de cualquier plató, proclamando con vehemencia que la Duquesa se conservaba estupenda y era muy campechana, como siempre había sido. Es más: llegaron a traducir las breves entrevistas perpetradas por periodistas callejeros. Una ex becaria, amante de la fama y poco escrupulosa, la abordaba a la salida de su hogar colocándole el micrófono ante la cara y preguntándole algo como "Duquesa, ¿que piensa de la nueva novia de su hijo?", y ella, que en sus primeros días de zombificación no se expresaba muy bien, contestaba algo del estilo de "Muaaaabekdntewjakai". Como en los hogares españoles la adoraban, y los grandes Señores de la tele no querían perder el filón, durante la retransmisión de sus declaraciones aparecían en la parte baja de la pantalla unos subtítulos que inducían a la audiencia a pensar que la duquesa podría haber contestado, por ejemplo, "Estoy muy contenta, es una chica guapísima", cuando en realidad lo que había dicho no era más que "Necesito cereeeeebrooooos, ceeeeereeeebroooos...". Automáticamente después de una cortinilla aparecía en pantalla una rancia presentadora que se apresuraba a afirmar sonriendo que la duquesa jamás había estado mejor y más jovial. Y puede que tuviese razón.

Los primeros días de transición fueron los más duros. Al principio ni ella misma entendía bien que estaba ocurriendo. Notó que algo extraño pasaba la tarde en la que se despertó de su siesta con la cabeza de su mayordomo, aquel que había tenido a su servicio durante años, abierta como un melón maduro sobre sus piernas y los restos de su seso desparramados sobre el sofá isabelino. No sin cierto desconcierto, extendió su dedo índice, recogió uno de los restos gelatinosos y sanguinolentos, y sin mucho meditar se lo llevo a la boca chupeteándolo. Al acabar esta operación, se miró el dedo y descubrió que había perdido la uña. "Bueno" pensó "La he tenido 80 años pegada al dedo y nunca me hizo mal, así que sí la tengo dentro no puede dañarme. Y si simplemente la he perdido... Pues ya aparecerá". Y con esta declaración tan poco común en una anciana apuró con avidez los restos de su mayordomo que allí quedaban. Aceptó que algo en su cuerpo estaba cambiando, que ella misma se estaba transformando, pero no se sentía enferma ni tenía los dolores que en los días pasados la asaltaban. Así que, según su criterio, aquello no podía ser malo. Se sintió mejor en aquel momento que en la mayoría de los anteriores años de su vida.

Después de aquel primer contacto, vino una temporada de ocultación, y aunque sus nuevos instintos básicos la llevasen a ciertas indiscreciones, como fue la de devorar a su esposo en una playa de Ibiza, lo ocultó lo mejor que pudo. Aquel asunto del marido carcomido no pasó a mayores, alguien dijo en un programa matinal que la duquesa estaba tan enamorada que había sido vista "comiéndose" a su esposo a besos, y los gritos de él... Pues los gritos de él serían de pura alegría. Ya no hubo muchos más altercados, y dada la facilidad que tienen los de sangre real para ocultar sus vicios y pecados, tampoco tuvo que actuar de una forma en la que no hubiese actuando antes. ¿Y el marido? Nada que lamentar, pasó a compartir el estatus zombie de su esposa y a pesar de la pérdida de alguno de sus miembros fue más feliz que nunca. Quizás debido a que desde aquel día en la playa funcionó solo con una ínfima parte de su cerebro, y aunque decir que parecía lobotomizado sería algo un poco cruel, sí sería acertado señalar que ya no había nada CON LO QUE preocuparse.

Cuando el nuevo estado de la Duquesa empezó a trascender y le fue cada vez más difícil esconder los cadáveres descerebrados, o su creciente ejército de no-muertos, fue cuando empezaron a aparecer sus problemas. Y estos no vinieron de la mano de turbas enfurecidas, no vinieron de gentes de las villas amotinadas pidiendo la muerte del monstruo con horcas y antorchas en alto, vinieron, como suele suceder en las familias con títulos y adineradas, de sus propios hijos. La sangre de su sangre, los frutos de su vientre montaron en cólera cuando llegaron a la conclusión de que sí la vieja no moría ellos jamás podrían heredar. Les daba igual que su madre fuese un cuerpo entumecido y putrefacto que devorase a razón de tres por día a sus semejantes. Lo que ella hiciese en su vida privada no era de su incumbencia. Pero el dinero... ¡Ah, no! El tema del dinero era harina de otro costal. Se organizaron. Como eran de mucho estatus pero de poca inteligencia (cosas de la mezcla de sangres... Ya se sabe), optaron por un ataque frontal en televisión. Era lo mejor que sabían hacer. Las chicas, la hija pequeña y la mediana, lloraban en los especiales del sábado noche mientras un babuino encorbatado les miraba con expresión de lastimera ignorancia, "Que mi madre sea un zombie es muy duro, ¿vale?" Decía una, "Vivimos con miedo, ni el Chanel nº 5 logra tapar su peste..." Decía la otra sorbiendo mocos con unas maneras muy de la aristocracia y las telenovelas colombianas. Los chicos, los hombres de la casa, aprovechaban el photocall de las plazas de toros y los suaregs en los clubs para exponer de una forma menos lacrimógena y más "preocupada" la situación de su madre. Obvia decir que este primer ataque de poco les sirvió. Sí bien era cierto que eran expertos en social media, olvidaron de quien lo habían aprendido. Olvidaron aquellas largas veladas en el salón victoriano de este o aquel otro palacio propiedad de la familia frente a un fotógrafo y una corresponsal babeante de una revista de
prestigio. Cometieron el gran error de olvidar que su madre había sido musa de los medios y el amarillismo desde mucho antes de que ellos viniesen al mundo. Aquella batalla la habían perdido no por que la Duquesa fuese más popular y famosa que sus duquesitos, aquella batalla la perdieron en el momento que su madre empezó a aceptar entrevistas a puertas abiertas, algo sin precedentes que todos quisieron aprovechar, y lo hizo no sólo con la intención de abrirse al mundo, también con la intención de darse un atracón. Así que cuando los hijos acudieron a la prensa y a las televisiones, la mitad de los medios y periodistas ya eran favorables a la causa zombie.
Un tiempo después planearon una ofensiva más directa, por aquel entonces las calles ya no eran lo que habían sido, las inmediaciones de sus Palacios se habían convertido en auténticos estercoleros, repletos de restos humanos en descomposición y había algunos zombies patrulleros que mantenían a lo vivos a raya. Una noche en la que ya empezaba a apretar el calor veraniego, y el hedor despedido por los restos humanos andantes se mezclaba con el aroma del azahar, el pequeño ejercito que los hijos habían conseguido reunir se congregó frente al palacio señorial de la Duquesa. Con los herederos en cabeza, entraron rompiendo con todo en los salones de palacio. Dinamitaron las puertas, y pedazos humanos de cuerpos no-muertos volaban por doquier. Avanzaron sin piedad, dispuestos a reclamar lo que era suyo. Y cuando llegaron al salón, aquel en el que antes la duquesa hacía calceta (calceta aristocrática... Nada de bromas), la encontraron como en los días pasados sentada en su sofá isabelino. Pero no tenía el aspecto de apacible viejecita de antaño, si no que ahora estaba cubierta por moscas y costas, su pelo antes al punto de nieve ahora lucía apelmazado y erizado con siniestra rectitud, las cuencas de sus ojos portaban unos globos oculares marchitos y amarillentos, y sus manos estaban crispadas sobre su abultado vientre en un gesto de placentero poder. Los vivos que entraron allí temblaron de terror, los no muertos desmembrados durante la invasión comenzaron a revivir (otra vez) y a reagruparse en torno a la Duquesa. Los hijos no reconocieron a la madre, la nueva Duquesa del horror, sentada en su trono que ahora reposaba sobre una pila de cadáveres roídos y cráneos trepanados. Los hijos varones cayeron de rodillas suplicando su perdón, esta vez si lloraron, y las hijas huyeron en una histérica estampida. Algunos de los hombres que llegaron con ellos para perpetrar el ataque literalmente se mearon de miedo ante la nueva sonrisa de la Duquesa, que había hecho tallar los dientes de su vieja dentadura postiza en forma de colmillos lobunos. Ahí término el periplo de guerra de los hijos contra la madre. Aunque para ser justos se debe hacer constar que la pequeña de ellos aún vive. La hija menor ha conseguido formar un nuevo y pequeño ejército de vivos, aunque nadie cree que sea tan descerebrada como para volver a atacar el palacio. Más que por su inteligencia, se cree que no intentarán otra ofensiva por que ella y los suyos están más ocupados en conseguir víveres y gasolina que en planear una nueva batalla, aunque para no faltar a la verdad hay que decir que es todo un espectáculo verla cruzar el antiguo parque de Doñana subida al capó a su Ford Falcón negro tirado por caballos y su melena al viento, mientras agita su puño y grita “¡Podrán quitarme mi herencia! ¡Pero no me quitarán la vida!”

Así que después de esta oposición tan endeble el Apocalipsis y asimilación zombie se dieron sin mayores impedimentos. Está claro que hubieron algunos rebeldes a los que la Duquesa supo sofocar muy bien. Además como era la mujer del país con mayor posesión de tierras y bienes, aprovechó para montar sus muy lucrativas granjas de vivos, que no por ser zombie iba a quedarse en la miseria, y así ahondaba más en su populismo dando al pueblo la carne viva y fresca que tanto ansiaba.

De esta forma cuando se instauró el nuevo orden mundial, aquel en el que eras un zombie come-cerebros o eras carnaza, ella pasó a ser la reina indiscutible. Así de simple, sin más. No tuvo que enseñar sus títulos nobiliarios, ni discutir con aristócratas de más alto nivel sobre quien se inclinaba reverente frente a quien. Fue amada y temida, y ella se sentía muy a gusto con su nueva condición, no tuvo que volver a preocuparse por sus hijos desagradecidos, o por los estragos de la edad en su rostro o por su pecho caído, por que en aquel nuevo mundo, su mundo zombie, la piel cuarteada y podrida y arrastrar partes del cuerpo por los suelos era lo que le daban a una zombie auténtica solera.