Doce
de la mañana, aquel mismo día.
“Kay
debe morir”
“Es
él, o yo”
Mientras
Di miraba el mundo exterior a través del ventanal, estos pensamiento
saltaban ansiosos dentro de su cabeza. Como pajarillos revoloteando
en una jaula. Como ella dentro de aquella habitación donde el hombre
la mantenía prisionera. Apenas recordaba cuantos días de cautiverio
habían pasado ya.
“Cinco,
quince. ¿Quizás veinte?”
Aquello
no tenía pinta de acabar, y si acababa no sería bien. No para ella.
Él la tendría allí hasta que ella se sometiese. Kay quería a Di
solo para él.
“¿Y
quien demonios es Di?”
Él le
había dicho que ese era su nombre, pero ella ya no estaba segura de
nada. Ni podía confiar en aquel hombre, ni podía creerle.
Necesitaba salir de allí y averiguar quién era y por que la
mantenía prisionera. Quizás alguien fuera de esa casa la estaba
buscando. Una familia, un esposo, alguna otra cosa que no fuesen
aquellas cuatro paredes blancas. Sabía que había tenido una vida
anterior, era solo que él no la dejaba recordarla. Era,
definitivamente, cuestión de ella o él. Kay debía morir.
A las
13.00 horas en punto, Kay tecleó el código de seguridad en la
consola de la puerta. Como cada día desde que Di había llegado
aquí, él le traía su sustento. El hombre dio un paso al frente y
se introdujo en la habitación, sujetando la bandeja de comida con
ambas manos a la altura del pecho. Esperó unos segundos a que se
cerrase la puerta tras de si. La hoja se deslizó hasta el cierre,
emitiendo un ligero zumbido. Ambos quedaron de pie, mirándose el uno
al otro. Kay sintió desesperación y pena, por la cara de Di podía
adivinar que ella todavía no había comprendido que todo aquello era
por su bien. Él exhaló un largo suspiro cargado de resignación, y
avanzó hasta la mesa en el centro de la habitación. Depositó la
bandeja y los cubiertos sobre la blanca superficie de madera, e hizo
un gesto con la cabeza a la mujer para que se sentase a comer. Ella
avanzó con lentitud, con los brazos cruzados sobre el vientre. No
dejaba de mirarle con fijeza. Di llegó hasta Kay, y se sentó a la
mesa.
El
silencio envolvía a ambos. Di comía lentamente, mirando a su
alrededor con disimulo, buscando algo con lo que llevar a cabo su
nuevo plan. Porque tenía un plan, solo necesitaba armarse de valor
y alguna otra cosa punzante. Kay no pudo soportar más el silencio y
empezó a hablar.
–Algún
día iremos a dar una vuelta, cuando estés más recuperada. –empezó
diciendo. –La ciudad es muy bonita, y ha cambiado bastante durante
los últimos años. La casa también ha cambiado. Se podría decir
que mi situación ha mejorado, bueno nuestra situación más
bien...
Di no
le prestaba atención. Aquel hombre había llevado su cometido a la
perfección. La habitación aséptica y sencilla, no le auguraba
muchas opciones de ataque. Paredes blancas, ventanal, muebles blancos
de bordes redondeados, cama, mesas, sillas, sillones y nada más.
–Ahora
las pastillas. –Dijo Kay, llamando su atención. Sin darse cuenta
ella había terminado de comer, y él, una vez más, le ofrecía
aquellas píldoras sobre la palma de su mano extendida. Di se puso en
pie y se colocó frente a él. Su postura era relajada en apariencia,
dejó los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, pero en la mano
derecha aferraba con fuerza el tenedor que había usado para comer.
Entonces Di fue rápida. Se impulsó hacia delante, cayendo sobre el
hombre, con la mano libre lo agarró por el cuello clavándole las
uñas en el esfuerzo de mantenerlo inmóvil, y con la otra le clavó
el tenedor en la base del cuello tres veces. Rápido. Con fuerza. Con
furia.
Kay
tardó al menos diez minutos en morir. Tras asegurarse de que el
tenedor se había clavado lo suficiente, Di se retiró hacía atrás
con un gesto de asco plasmado en el rostro. Tenía las manos y la
pechera del vestido – antes también blanco inmaculado –
manchados de sangre. Kay dejó caer las condenadas pastillas al
suelo, y desconcertado se llevó ambas manos a la herida sangrante.
No entendió que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde. Miró
a Di con aquella expresión interrogante y aterrada que a ella le
pareció tan ridícula. Con ambas manos intentaba detener la
hemorragia, aún con el tenedor clavado en la carne, pero la sangre
emanaba a borbotones entre sus dedos. Poco a poco fue cayendo al
suelo. Primero dobló una pierna, después la otra, quedó de
rodillas, después a cuatro patas sobre una mano, y finalmente, quedó
tendido boca abajo sobre el blanco suelo, yacente en un gran charco
de su propia sangre.
“Por
fin libre”
Di se
sintió feliz. Aunque no sabía que haría a continuación, si sabía
que por fin iba a escapar de su jaula inmaculada.
Dos
días antes.
Despertó
de aquel sueño intranquilo que proporcionaban las drogas. Intentó
incorporarse, pero un calambre le cabalgó ambos brazos hasta los
hombros. Aún seguía atada y tumbada en la cama. El sopor en el que
la había dejado el tranquilizante se resistía a desaparecer. Además
el blanco de la habitación parecía resplandecer, tenía la visión
nublada y la boca pastosa. Pasados unos minutos, empezó a llorar en
silencio de pura frustración.
“¿Va
a dejarme aquí para siempre?”
“¿Así,
atada como una perra?”
“¿Cuanto
tiempo llevo aquí?”
Aquella
situación se estaba volviendo insostenible. ¿Y que pasaría cuando
él regresase? Era obvio para ella que él sentía atracción por Di.
Estaba asustada. Intentaba, una vez más, recordar algo anterior a
aquellos días, pero no podía rememorar absolutamente nada. Nada
excepto aquellos sueños, los que las pastillas le provocaban. A su
entender se había convertido en un pájaro encerrado en una jaula de
cristal, los reflejos la habían cegado. Recordó cuando Kay le había
enseñado algunos hologramas del mundo exterior al llegar a la
habitación. Todo le había parecido tan extraño y excitante
entonces. Ahora solo ansiaba liberarse de aquel hombre y correr hacía
el exterior. Pero su posición delataba algunos inconvenientes
respecto a ese plan. Siguió llorando en silencio y mirando al techo,
esperando que algo sucediese con ella o con aquel lugar. Todas las
posibles situaciones le parecían aterradoras, aunque menos
espeluznantes que quedarse allí para siempre.
A la
hora habitual se abrió la puerta de la habitación, y Kay entró por
ella cargado con la bandeja de la comida. Al verla tendida en la
cama, bajó la cabeza en un evidente gesto de culpabilidad. Le dolía
ver a Di de aquella forma, pero era un mal necesario. Se acercó
hasta la mesa y dejó la bandeja, después con paso lento, fue hasta
la cama. Miró durante unos segundos a Di, tendida sobre ella con los
brazos por encima de la cabeza y sujetos en las muñecas. Aun con
todo lo que había pasado, seguía tan hermosa como el día en el que
se habían conocido. Sintió un repentino ataque de ternura.
Siguiendo sus impulsos, se sentó al borde de la cama junto al cuerpo
tembloroso de ella. Di seguía mirando al techo y derramando lágrimas
silenciosas, apretó los labios airada cuando notó el cuerpo de Kay
junto al suyo. Él puso su mano derecha sobre el rostro de ella, y
con el pulgar siguió el rastro de la ultima gota dibujado en la
mejilla. Poco a poco, Kay dobló el cuerpo hasta tener el rostro
frente al de ella, entonces la besó con ternura. Di al sentir el
contacto de los labios del hombre sobre los suyos, no pudo más que
volver el rostro hacía un lado con fiereza. Kay se incorporó,
chasqueó la lengua para mostrar desaprobación, y empezó a
liberarla de sus ataduras.
Di se
frotaba las muñecas doloridas de pie junto a la cama y miraba al
hombre disponer la comida sobre la mesa. Tal y como había venido
haciendo en los días anteriores. Una vez estuvo todo listo, ella se
sentó a comer. Kay se apoyó en la pared junto al ventanal,
observando como Di rebuscaba en el plato con el tenedor.
–No
vas a encontrarlas. –dijo Kay, aún apoyado en la pared y con aire
satisfecho. Di le miró con desprecio. Él ya no la miraba. –Sé
que las estabas apartando. Así que a partir de hoy lo haremos de
otra forma.
Se
acercó hasta la mujer, metió la mano en el bolsillo del pantalón,
y sacó un par de esas cápsulas verdes. Las sostuvo frente a ella,
esperando a que las tomase.
–Son
buenas para ti, Di. Te ayudarán. –añadió Kay tranquilamente.
–Tómalas.
Di
echó la cabeza hacía atrás, parecía haber perdido esta batalla.
Tomo las píldoras con dos dedos, y se las metió en la boca,
acompañándolas de un trago de agua. Kay observó con atención todo
el proceso, asegurándose de que ella las tragaba. Verla beber el
agua le bastaba. Cuando ella hubo terminado, empujó furiosa la
bandeja hacía delante, no podía seguir comiendo. Kay hizo un gesto
impaciente, pero aún así se podía entrever satisfacción en él.
Puso una de sus manos sobre el hombro de ella con intención era
calmarla, pero ella se lo sacudió de encima con asco. Le miró
directamente, con lagrimas de ira contenidas en los ojos, él
prefirió recoger los restos de la comida y salir de la habitación.
Había tantas cosas que quería decirle. Aun así era mejor esperar,
ahora mismo ella era incapaz de comprender.
Di
esperó a que el hombre saliese de la habitación. Con un gesto
fingido, tosió un par de veces, se llevó la mano a la boca, y sobre
esta escupió las dos pastillas que había escondido bajo la lengua,
esas dos que Kay creía que se había tragado. No iba a darse por
vencida tan rápidamente.
La
lucha continuaba.
3
días antes.
Di se
encontraba agazapada junto a la puerta. Tenía un plan de fuga. Un
plan algo absurdo, pero de fuga al fin y al cabo. En la sala en la
que se encontraba no había relojes, no sabía a que hora exactamente
vendría el hombre, así que esperó de cuclillas junto a la única
salida durante mucho rato. Sabía que él vendría a medio día, así
que no podía faltar mucho. Si algo era su captor, era previsible.
Desde que había dejado de tomar las pastillas se sentía mucho
mejor. Su salud física no se había visto afectada, pero si la
mental. No había vuelto a tener aquellas pesadillas. Estaba claro
que Kay le había suministrando esa droga, fuese la que fuese, para
inducirla a un estado de confusión en el que pudiese pensar que ella
le amaba. Kay era un monstruo, la había mantenido allí secuestrada
y ahora pretendía dominarla en mente y corazón. Seguramente la
habría hecho prisionera y había borrado sus recuerdos, todo gracias
a aquellas pastillas verdes. Ahora lo había comprendido del todo,
así que se había dispuesto a hacer algo por si misma.
Por
fin la puerta se abrió, y el hombre entró en la habitación. Por
unos segundos buscó a Di con la mirada, y tal y como esta había
esperado, venía con la bandeja de la comida en las manos. Ella no
esperó a que la encontrase, si no que saltó violentamente hacía
él, empujándolo con fuerza. Kay, totalmente desconcertado, perdió
el equilibrio y cayó al suelo derramando el agua y la comida. Sin
esperar a ver su reacción, Di salió por la puerta, y echó a correr
por el pasillo. Estaba fuera de su jaula, se sentía excitada. Aunque
cuando la trajo a la habitación no había prestado mucha atención,
recordaba vagamente el camino hasta el piso de abajo.
“Ahora
hay que salir de aquí”
Debía
mantener la cabeza fría. Corrió por el pasillo hasta unas escaleras
y bajó por ellas. El resto de la casa no era muy diferente de su
habitación. Paredes y mobiliario blancos, con aspecto distante y
frio. Llegó hasta una gran sala, lo que podría ser la estancia
principal de la casa, allí había algo más de mobiliario, una
planta, unos cuantos sofás al rededor de una mesa baja y redondeada.
Junto a la pared había una cómoda alargada, y aunque ella no les
prestó atención, varios marcos de fotos yacían boca abajo
ocultando sus brillantes fotografías. Al fondo, junto a la puerta
descubrió un terminal de comunicaciones, corrió hacía él
esperanzada. Pero cuando lo alcanzó se sintió menos feliz, ya que
no tenía a quién llamar. Su mente estaba totalmente en blanco.
“Esas
malditas pastillas...”
Lamentó
para sus adentros. Se espoleó para seguir adelante. Todo estaba en
silencio, pero no dudaba que Kay pronto vendría a buscarla. Se lanzó
sobre la puerta con la esperanza de que estuviese abierta. No fue
así. Se aferró al pomo con desesperación, tironeado de él con
intención de abrir. Sobre la hoja había una pequeña ventana
circular con el cristal teñido de azul. Sobre este un holograma
brillante rezaba “familia Porter”.
Di ahuecó las manos al rededor de sus ojos y pegó la cara contra el
cristal, intentado ver algo del exterior. Afuera parecía estar
totalmente despejado, excepto por un par de vehículos que pasaron
flotando sobre el pavimento polarizado de la calle.
Di estaba tan concentrada mirando por el cristal, esperando a que
alguien pasase por delante de la puerta para llamar su atención y
liberarse, que no oyó a Kay acercarse por detrás. Este en un
movimiento rápido le pasó un brazo por el pecho, obligándola a
bajar los brazos e inmovilizándola. Con la otra mano le clavó una
jeringuilla en el hombro. Ella gritó y forcejeó, pero fue inútil.
Él la mantuvo aprisionada hasta que la droga empezó a hacer efecto.
Poco a poco Di fue dejando de moverse. A Kay no le costó mucho
llevarla a cuestas por la casa en el recorrido inverso al que ella
había hecho hasta la puerta principal. Entró y fue directo hasta la
cama. A pesar de que Di estaba ya completamente drogada decidió
atarla para evitar problemas en el futuro, ya que tendría que
limpiar el desastre de comida derramada en la entrada. La dejó con
cuidado sobre el colchón y le colocó las manos sobre la cabeza.
Presionó la pared justo por encima de la cabeza de Di con la yema
del dedo indice, a su alrededor unas ondas en color azul brillaron y
fueron expandiéndose en la superficie hasta desaparecer.
Automáticamente una argolla de plástico blanco salió de la pared,
allí fue donde sujetó las manos de la mujer ayudándose de una
brida.
La ropa de cama estaba revuelta, así que Kay, en un gesto
inconsciente, empezó a arreglarla. Di podría descansar mejor con la
cama bien hecha. Levantó un poco el colchón para sujetar bien la
sábana, entonces descubrió el alijo secreto de Di. Kay no se
explicaba cómo, pero ella había conseguido identificar las
pastillas entre la comida, y las había ido guardando bajo el
colchón. Era evidente que desde hacía varios días no se había
medicado. Kay movió la cabeza con desaprobación.
“Eso
explica este comportamiento”
“Qué chica tan lista”
15
días antes.
Hoy tampoco había dormido bien. Aquellos sueños no la dejaban
descansar. La noche anterior había estado deambulando por la
habitación, evitando quedarse dormida. No quería soñar más. No
con él. Eran imágenes tan vívidas las que la saltaban por las
noches, que cuando se despertaba le costaba discernir entre si habían
podido ocurrir o no. Kay siempre se había portado bien con ella. A
excepción, claro estaba, de no dejarla salir de la habitación o
responder a las preguntas que le formulaba. Pero aún así no le
parecía normal tener aquellos sueños con él. Di tenía la certeza
de que algo que no terminaba de encajar.
Había llegado la hora de comer. Kay entró en la habitación, y Di
fue a sentarse a la mesa.
–Vaya, Di, parece que no has dormido muy bien hoy. –Dijo el
hombre.
–Si, he estado algo inquieta estas últimas noches.
Él dejó la bandeja frente a ella y ella se dispuso a comer. Kay fue
hacía la ventana y se puso a mirar al exterior, no dio mucha
importancia al comentario de la mujer. Iba diciendo algo sobre
descansar y que quizás podría darle algunas píldoras para dormir.
Hoy le había tocado comida verde. Di no sabía identificar el sabor
de la comida. Era una masa de textura grumosa y pastosa de un color
diferente cada día, y la de hoy era verde. Verde eran verduras,
había dicho Kay. Dí recordaba las verduras, y aquello no se parecía
a nada que ella pudiese identificar como tales, excepto por el color.
En una escala de gusto del uno al diez, podría decirse que la verde
era un uno y la azul un diez. Era por eso que aquel día ella estaba
sentada frente a su bandeja revolviendo aquella masa con el tenedor,
mientras Kay miraba al exterior por la ventana. Él no se marcharía
de allí hasta que ella hubiese dado cuenta de todo el mejunje, había
sido así todos los días desde que Dí había despertado. Fue
entonces cuando las descubrió. Primero una y después la otra. Dos
cápsulas verdes camufladas entre la comida. Fue a preguntar que era
aquello, pero una advertencia se iluminó en su mente con letras de
neón, y la obligó a cerrar la boca al instante.
“¿Son
drogas?”
Disimulando, fue apartando las dos cápsulas y comiendo el resto de
la masa verde. Se metió una cucharada tras otra en la boca, hasta
que solo quedaron las pastillas. Entonces las recogió el tenedor y
se las metió en la boca también. Ahora entendía por que Kay la
obligaba a apurar su plato.
–Hoy tenías hambre, ¿eh? –Dijo él sonriendo.
Di se limitó a mirarle y sonreír. Kay recogió los enseres de la
comida, y despidiéndose con otra gracieta salió de la habitación.
Una vez que la mujer estuvo sola, se llevó una mano a la boca y
escupió en ella las dos píldoras. Con el puño cerrado a la altura
del pecho, inspeccionó con la mirada la habitación. Necesitaba
esconder aquello. Si se ponía enferma las tomaría, sería la señal
de que eran una medicina. Si no, quizás tendría que hablar sobre
eso con Kay.
18
días antes.
Se despertó en mitad de la noche empapada en sudor. Desde hacía
varios días estaba teniendo unos sueños extraños, pero el de esta
noche había sido una pesadilla en toda regla. No entendía que eran
las imágenes que aparecían en su subconsciente.
Kay había dicho que con el tiempo empezaría a recordar su vida
anterior. Quizás era eso lo que le estaba ocurriendo. Su cerebro
trabajaba mientras ella estaba dormida.
Las primeras visiones que tuvo fueron de ella misma en situaciones
cotidianas. Eso no le molestaba. Pero después empezó a soñar con
cosas que no entendía. Primero Kay había empezado a aparecer en
aquellas escenas. Luego los escenarios se tornaron mucho más
íntimos. Esos sueños fueron los que empezaron a perturbarla. Pero
lo que la había trastocado por completo eran las imágenes confusas
de gente a su alrededor, un zumbido constante, lloros ocasionales, y
también estaba aquel terrible dolor. Di se despertaba asustada, y a
diferencia de los sueños buenos, de los que tenía recuerdo pero
nada más, cuando se despertó tras esta pesadilla notaba un dolor
sordo en el pecho. Empezaba a desconcertarse y a asustarse. Se frotó
el pecho con ambas manos, intentado que aquella sensación tan
desagradable desapareciese. Y entonces recordó parte del sueño que
acababa de experimentar.
Están
de pie y todo al rededor es verde. Ella siente aquel palpito malsano
en su interior, pero no quiere decir nada. Sabe que algo malo ocurre.
Hay alguien junto a ella. No deja de preguntarle.
“¿Por
qué...?”
Su
voz le da miedo. Aunque le llega lejana, viene cargada de ira y
desesperación. Di intuye que desesperación va a ser justo lo que
tenga el resto de su vida. Intenta responder pero, las palabras se
niegan a salir de su boca. La luz cambia, ahora es todo resplandor.
Una silueta se sitúa frente a ella, es un hombre, ella lo reconoce.
Lleva otro peinado y tiene otra expresión, pero es Kay. Poco a poco
se acerca a ella y la besa con fiereza, parece que va a devorarla. Di
no puede respirar, se ahoga, y el dolor en su interior se acentúa,
intenta luchar contra el abrazo inhumano, pero al final todo es
oscuridad.
26
días antes.
–¿Dónde dices que vamos?
–A casa, ya te lo he dicho. Ten paciencia, casi hemos llegado.
Apenas hacía un par de días que Di había salido de la crioestasis.
A pesar de la insistencia del Doctor Murnau, Kay había decidido
llevarla a casa. Tenía la sensación de que allí se recuperaría
más rápido. De poco había servido que Murnau le indicase que
aquellos sentimentalismos poco tenían que ver con la medicina.
Mantener un cuerpo en hibernación era algo muy complicado, y además
el caso de Di cabía destacar el tratamiento – exitoso por otra
parte – al que había sido sometida. Su cuerpo por fin había sido
sanado, pero su mente necesitaría muchos cuidados médicos. Kay
estaba seguro de si mismo respecto a aquello de los cuidados médicos.
Durante los últimos meses, desde que supo que la curación de Di
pronto sería una realidad, había acondicionado su habitación para
aquel propósito. Había convertido la sala en una suerte de
habitación de hospital, completamente aséptica y equipada. También
dispuso humidificadores, controles de temperatura, sensores
camuflados en las paredes y muebles, y un largo etcétera de
cachivaches médicos. Y por si todo aquello no era suficiente, había
estudiado como nunca en su vida. En resumidas cuentas, se había
convertido en el enfermero perfecto en el hospital perfecto. Di lo
merecía. Si todo volvía a ser como antes, todo aquel esfuerzo se
vería recompensado con creces.
Tras un buen rato conduciendo llegaron hasta la casa. Di se había
quedado dormida en el asiento del copiloto con la cabeza apoyada
sobre el cristal. Para ella todo aquello era demasiado ajetreo. Si
ella hubiese estado despierta había visto la bonita casa a la que
Kay la había llevado. Desde luego su posición en la empresa había
mejorado desde que ella enfermase, y la antigua casa del s. XX que
habían comprado hacía unos cuantos años, se había convertido en
una moderna casa de su tiempo. Las cosas le habían ido bien a Kay,
al menos en el ámbito de la riqueza. Deslizando el vehículo con
suavidad sobre la calzada polarizada, se introdujo en el garaje
adyacente a la mansión. Una vez estuvieron dentro, la puerta se
cerró suavemente. Él descendió del coche, y fue hasta la
portezuela de ella, la abrió y sacó a la mujer con suavidad. Con Di
en brazos se dispuso a entrar en la casa por la puerta que había en
el mismo garaje y daba directamente a la cocina. Todo estaba
automatizado, las luces y la calefacción se encendieron en cuanto
los sensores de la casa notaron la presencia de ambos. Aún cargando
a Di, Kay emprendió su marcha hasta el piso de arriba.
Aunque la casa era bonita, a Kay le parecía que faltaba por allí
la mano de Di. Ella le habría dado ese toque especial, ese que la
haría completamente de ellos. En cuanto llegó al salón principal,
Di despertó.
–¿A dónde vamos? –Volvió a repetir, esta vez revolviéndose
inquieta en los brazos de él. Kay guardó silencio. Di aún envuelta
en el extraño sopor de la hibernación, se revolvió y estiró las
piernas hasta que él la dejó ponerse de pie en el suelo. Ella se
tambaleó un poco, como si fuese a perder la fuerza en las
extremidades, pero al fin consiguió mantener la verticalidad. Di dio
un par de pasos, y con las manos se apoyó en un aparador lacado en
blanco que se erguía junto a la pared. Pasaron unos segundos y por
fin se recompuso del todo, así que comenzó a andar hacía las
escaleras como una autómata. Kay se quedó unos segundo atrás,
mirando los marcos de fotos sobre la cómoda en los que Di no había
reparado. Desde detrás de los limpios cristales, unos Di y Kay
rejuvenecidos le sonreían en antiguas estampas de felicidad.
“Pronto...” Se dijo Kay esperanzado. Tras estos dos
segundos de tregua, corrió hasta Di, tomándola del brazo y
guiándola hasta su nueva habitación.
Una vez allí, Di se mostró extrañada. Era normal que no
reconociese la casa tras el cambio. Pero había algo más. Di sentía
una desazón que la llevaba a preguntarse no solo que era este lugar,
si no que podría haber más allá de él. En su inconsciente empezó
a sentirse prisionera. Kay le explicó su situación. O al menos le
explicó todo lo que podía. Le comunicó que tendría que pasar allí
un tiempo, no sería mucho, pero era de vital importancia que
estuviese aislada y tranquila. Era por su recuperación.
–¿He estado enferma? –Preguntó ella dubitativa.
–Hablaremos de eso más adelante. –Dijo él sonriendo de forma
paternal. –Ahora descansa. Nos queda mucho por delante.
–¿Cuando voy a poder salir?
–Pronto... Espero.
32
días antes.
La luz la invadió aún cuando seguía con los ojos cerrados.
Intentó poner una de sus manos sobre el rostro para protegerse de la
luminaria, pero el brazo apenas respondió. La extremidad parecía de
piedra. Se movió unos centímetros hacía arriba, y un cosquilleo
empezó a subir por sus músculos. Poco a poco abrió los ojos.
Parpadeó un par de veces, pero parecía que sus pupilas no
terminaban de adaptarse a la iluminación del lugar. Todo estaba
envuelto por un lechoso halo. Desconcertada intentó mover también
las piernas, pero estas parecían del todo dormidas. Todo su cuerpo
estaba pesado e insensible. Se notaba flotar en aquel entorno
distorsionado.
Había alguien más allí con ella. Procuró prestarles atención,
parecían dos hombres. Pero no consiguió entender lo que decían ni
descifrar sus identidades, a decir verdad, tampoco estaba segura de
saber quien era ella misma o qué hacía allí. Un zumbido creciente
se arremolinaba en sus oídos, aislándola del resto de la
existencia. Pronto comprendió que estaba tumbada en una camilla,
envuelta en algo que parecía gelatina, que la mantenía aprisionada
y privada de casi toda sensación.
–No es una buena idea.
–Mire Murnau, está todo preparado.
Kay y el Doctor Murnau mantenían un tenso duelo de miradas. El
médico pensaba que llevarse a su paciente de allí era
contraproducente, pero por otra parte, el hombre prensaba que
llevarse de allí a su esposa era lo mejor. Estaban en una
encrucijada difícilmente salvable.
–Lo tengo todo preparado. –Repitió de nuevo Kay. –Si es es
preciso, y por su tranquilidad, contrataré a una enfermera. Pero
ella va a venir conmigo.
–Al
menos podría esperar a que salga de privación.
Además de la crioestasis,
también ha estado sometida a un duro tratamiento. Aun no sabemos con
seguridad que síntomas va a mostrar. –El Doctor Murnau empezaba a
ceder. Al fin y al cabo, se dijo, era aquel tipo el que costeaba todo
aquello. Si se empeñaba en llevársela de allí lo haría de un modo
u otro. Murnau empezaba a vislumbrar que aquella batalla era ya un
derrota.
–Está bien. –Concedió Kay. –Esperaré a que salga de esta
fase, pero después me la llevaré. He estado investigando sobre lo
que va a pasar ahora, y creo que voy a ser capaz de manejarlo.
Además, con la ayuda de las pastillas todo será mucho más fácil.
Murnau suspiró resignado. Sabía que esto era lo máximo que Kay
estaba dispuesto a conceder. El doctor era un hombre compasivo, y
entendía perfectamente el calvario por el que había pasado la
pareja. Aquello incluso le despertaba ternura, pero el hombre que
tenía enfrente parecía no entender que aquella tortura no había
terminado. El final del calvario estaba aun muy lejos. Tras meditarlo
un momento empezó a hablar de nuevo, pero esta vez con tono más
concesivo y consecuente:
–Debe asegurarse de que toma la medicación. Dos píldoras al día.
Ayudarán a poner sus sinapsis al día. Físicamente no requerirá
más que cierto ejercicio, la hibernación es difícil, pero jamás a
imposibilitado a nadie. Pero no es su cuerpo lo que me preocupa, si
no su mente. No va a recordar nada. Y cuando digo nada me refiero
precisamente a eso, ni la enfermedad, ni su vida anterior ni usted.
Nada de nada. Va a tener que hacer un gran ejercicio de auto-control,
y llevar la situación con calma. Di debería empezar a tener
recuerdos lucidos en unos veinte días aproximadamente, las pastillas
la ayudarán a asimilarlo. Cuando esos recuerdos aparezcan, la
medicación también evitará reacciones violentas como la paranoia o
la histeria. Le recomiendo estar vigilante. Cualquier cosa puede
hacer que caiga en un estado mental poco deseable para todos. Créame
lo he visto muy a menudo. No la sobre-estimule, solo hará que se
sienta perdida y confundida. Y por último, quizás no sea necesaria
una enfermera, ya le digo que los cuidados físicos no van a ser
demasiado extensos, pero si debería contactar con un psicoanalista.
Ella necesitará que alguien la ayude a poner en marcha la máquina,
alguien a parte de las medicinas. En cuanto vea señales de lucidez,
llame a este doctor. Es un buen amigo y un excelente médico. Le
ayudará mucho.
Tras aquella perorata, le alargó una tarjeta de grafito transparente
en la que venían grabados los datos de un prominente psicoanalista.
Kay la aceptó de buen grado, se sintió triunfante. Una vez más
dirigió la mirada hacía Di, y pensó que todo saldría a pedir de
boca.
1
año y 315 días antes.
Los hospitales en este nuevo siglo se habían convertido en algo
silencioso y deprimente. En la planta baja, la de entradas, seguía
existiendo un servicio de urgencias, ya que los accidentes serían
algo que jamás dejaría de existir. La casualidad y la desgracia
parecía acechar al ser humano en todas sus épocas, daba igual la
modernidad y la tecnología. Sí era cierto que los tratamientos
médicos habían avanzado desmesuradamente, y apenas se practicaban
praxis invasivas, pero aún así había enfermedades y eventualidades
que necesitaban ser tratadas. En las plantas superiores estaban las
salas de ingreso, es decir, donde se hacían los tratamientos de
larga duración. Se ahorraba agonía al paciente sumiéndole en
crioestasis. En un enorme tubo, congelados, eran tratados a fondo, y
cuando despertaban todo lo anterior no era más para ellos que un mal
sueño.
Sentado en la sala de espera, Kay recordaba como su padre le había
relatado sus historietas en los antiguos hospitales. Los hospitales
del siglo veinte que él no había llegado a conocer, debían ser
lugares aterradores. Aun con todo debía dar gracias por que les
hubiese tocado vivir este tiempo. Una enfermera vestida de blanco y
azul llamó su atención desde un pasillo lateral, tenía nombre de
flor, pero Kay no recordaba cual, lo que era un crimen después de
haber acudido a centenares de tardes de visita en el lugar. Ella lo
saludó atenta y lo acompañó hasta la enorme sala en la que se
encontraba la cápsula de Di. Aunque la había visto la tarde
anterior – y todas las tardes desde que su esposa había ingresado
– hoy se encontraba nervioso. Hoy vería al doctor Murnau, quien le
había llamado asegurándole buenas noticias. Todo aquello había
sido muy costoso para él. El dinero era lo de menos, ahora podría
permitirse mil tratamientos como aquel, pero la agonía de la
separación había sido prácticamente insoportable. Deseaba con toda
su alma que ella volviese recuperada junto a él.
Tras caminar unos minutos, llegaron junto al tubo. La gran
habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por las luces que
emitían todos aquellos dispositivos. Monitores de control, tubos,
sistemas de presión, y cápsulas de hibernación. Aquella había
sido su rutina desde hacía demasiado tiempo. Murnau le esperaba
sonriente junto al cristal de la cápsula. Con aquel tono rimbombante
tan propio del médico, le informó de que el tratamiento había
llegado a su fin. Di estaba completamente sana de nuevo. Kay deseó
poder abrazar el enorme tubo para celebrarlo. Pero al ver su
expresión feliz, el doctor Murnau cambió a un tono de advertencia,
y le informó también de que aquello no era el final del camino.
Ahora vendrían algunos procesos, si bien no tan complicados, sí que
requerirían algo de tiempo. Primero la privación en la gelatina
proteínica, y después la rehabilitación. Lo más posible era que
Di tardase algún tiempo en recordar, y desde luego los tormentosos
recuerdos de la enfermedad la pondrían en una tesitura bastante
complicada de aceptar. Pero a Kay aquello le dio igual. En un par de
meses a lo sumo la despertarían, y después la llevaría con él. A
su hogar, dónde habían sido tan felices.
Con gesto tranquilo, se acercó hasta el tubo de hibernación, y puso
su mano sobre el cristal, al hacerlo un holograma en el que aparecía
el nombre de Di Porter se iluminó.
“Pronto”
Se dijo para sus adentros, Di ajena a todo lo que ocurría a su
alrededor seguía sumida en aquel sueño de hielo. Kay, con inusitada
ternura, pegó sus labios en el cristal depositando allí un beso
para su amada.
2
años y 250 días antes.
Di estaba distante y mucho más callada de lo habitual. Si era cierto
que no era una mujer muy habladora, aquellos largos periodos de
silencio desconcertaban a Kay. Él últimamente había estado
trabajando duro para la corporación, y tenía la sensación de que
aquello había enfurecido a su esposa. De hecho, no se había
atrevido a preguntar, pero no encontraba ninguna otra explicación
para el extraño comportamiento de ella. Así que angustiado por la
situación, tomó la determinación de dedicarle un día por
completo. Kay propuso ir al bosque, a ella siempre le habían gustado
aquellas largas caminatas. Pero en esta ocasión Di se resistió,
alegó que se encontraba cansada. Él insistió e insistió.
Así que a los pocos días allí estaban, rodeados de naturaleza,
embriagados por el fresco olor del bosque. Di eligió una ruta
relativamente sencilla, no había escaladas ni descensos abruptos, y
en unas cuantas horas podrían volver a casa. Kay puso todo su empeño
en estar de buen humor, como si nada pasase entre ellos, para poder
disfrutar del día al máximo. Empezó a extrañarse al comprobar que
iba dejando atrás a Di a lo largo de todo el camino. Aquello no era
lo habitual, Di con unas piernas bien torneadas era capaz de correr
varios kilómetros sin inmutarse, pero aquel día al mirarla, Kay vio
a otra mujer a su lado. Di había perdido peso, eso era evidente,
pero además estaba ojerosa y jadeante. Kay empezó a preocuparse,
pero no dijo nada, ya que aquello podía deberse a que hacía tiempo
que no salían en aquellas excursiones.
Tardaron más de lo debido en llegar al final de la ruta. A aquellas
alturas, Di parecía del todo derrotada. Kay no pudo aguantar más y
se acercó hasta ella, tomándola por los hombros le preguntó que
estaba ocurriendo. Di que hacía rato que no había dicho ni palabra,
respondió con una prominente tos pastosa. Se dobló sobre si misma,
y se llevó las manos a la boca para contener los estertores. Al
terminar con el ataque, se miró las manos aterrada. Kay, también
asustado, le tomó las manos dándoles la vuelta para ver que había
en ellas. Un moco negro y espeso cuajado de sangre se arrastraba
viscoso sobre las palmas de Di. Kay supo al instante que Di tenía La
enfermedad. La terrible y horrenda condena a muerte de este nuevo
siglo.
–Pero Di... ¿Por qué? –Dijo en voz baja. Ahora en su mente toda
la cadena de acontecimientos estaba clara, pero no entendía el
silencio de ella. Debería habérselo dicho. –¿Por qué no dijiste
nada?
Di empezó a hablar en voz baja y entre sollozos. Le explicó que
cuando supo que estaba enferma ya era demasiado tarde, fue a ver a un
doctor, pero este le comunicó que había poco que hacer. Había
preferido no decir nada, y pasar los últimos meses juntos y en
tranquilidad. En su voz había temor, pero también había paz. Kay
gritó frustrado. Juró que no iba a descansar hasta encontrar una
solución, preguntaría a todos los médicos del mundo si era
preciso, pero no iba a rendirse.
Haría todo lo posible por que ella se curase, no dejaría que
aquello acabase con su vida en común.