viernes, 15 de febrero de 2013

Las ventanas.

Recorre el camino que lleva a la vieja casa una vez más. A pesar de que ha estado aquí desde hace algún tiempo, cada nuevo paso por el sendero le eriza el bello como le ocurre a un chiquillo ante una puerta que se abre chirriante. La luna casi llena juega al escondite con algunos nubarrones, por lo que el camino se ve claro cuando ésta se muestra y oscuro cuando se esconde. Cada paso es una lucha contra la naturaleza que ha invadido la vereda en forma de yerbajos y rastrojos, el camino serpentea claro debajo de la vegetación. La casa sigue al fondo como una roca contra el viento. Las ventanas oscuras miran más allá como unos ojos ciegos que no pueden ver nada. A medida que se acerca a la casa los yerbajos del sendero van desapareciendo, y se va haciendo más notable esa sensación tan extraña. La casa ha estado maldita desde el principio, pero eso ella no lo sabía, claro está. De haberlo sabido nunca habría ido a vivir allí. Ahora ya no era demasiado tarde, todavía podía marcharse, pero entonces tendría una bronca con él. La eterna pelea. Su pareja había heredado ese caserón viejo y muerto. Al poco de ser despedido en su empresa, a ella se le acabó el chollo de los contratos basura con los que había estado subsistiendo hasta el momento, así que pagar un alquiler era matemáticamente imposible. Dejaron el pueblo, sus amistades, las tiendas 24 horas, las luces brillantes y todo lo demás y vinieron a sobrevivir aquí de lo que daba el campo. Además como decía él, y eso era otra cosa muy cierta, vivir el día a día en una comunidad pequeña era mucho más sencillo. De vez en cuando le salían algunos trabajillos de manitas y el tendero del pueblo les fiaba con más facilidad que cualquier otro en la ciudad.
Así que ahí está, recorriendo de noche el camino que lleva a su nueva (vieja) casa, una mansión bastante fastuosa en otro tiempo, que ahora muestra el aspecto de una vieja amante desechada. Ella va a pie desde el pueblo hasta la casa por que él se ha llevado el coche, esa es otra de las cosas a las que tuvo que renunciar cuando se quedó desempleada y la gasolina parecía un lujo desmesurado. Ahora ya solo le quedan la bolsa de la compra que lleva en la mano y aquella casa con sus ventanas siniestras.
A medida que se acerca los ve, pequeños animales muertos que yacen secos y tiesos en las cunetas. Es curioso que solo se vean cerca de la casa, a parte claro está del eventual gato atropellado en la carretera de bajada. La primera vez que llegó aquí se maravilló. No podía creer que fuesen a vivir en un sitio como este, se vio mentalmente a los dos vestidos con monos vaqueros restaurando aquella vieja mansión, y a pesar de la creciente sensación de ahogo que la invadía, pensó que no podían ser más afortunados.
Ahora ese sentimiento de esperanza ha sido arrasado por completo, y poco a poco está siendo sustituido por un temor creciente difícil de identificar. Llega a la puerta de entrada exhalando unos débiles jadeos con la boca entreabierta que no son parte de esfuerzo físico de la caminata. Se siente oprimida. Una gran presión invisible alrededor de la casa la agarra con fuerza y ya casi no la deja ni respirar. Introduce las llaves en la cerradura y entra. Se podría pensar que al entrar en la casa y cerrar la puerta esta fuerza opresora debería de quedar fuera, pero en este caso no es así, o al menos no así del todo. Ahí dentro es su propio subconsciente acosándola. Se le eriza el bello e intenta llegar hasta la cocina sin mirar las ventanas. Parece una autómata. Hace unos días reunió el valor necesario para preguntarle a él si los veía, su pareja se echó a reír pensando que era una broma, “Muy buena, ¿a esta casa le van los espíritus verdad?” Ella disimuló, ya que lo último necesitaba en uno de los momentos más bajos de su vida era caer hasta el fondo. Si no él no los veía, pues ella haría como que no estaban allí. Todo comenzó a las pocas horas de llegar a a casa. Ella estaba en el jardín descargando de su coche las pocas cosas que había podido traer cuando lo vio. Era un hombre alto y algo mayor. Estaba al fondo del jardín, en uno de los laterales de la casa. Ella le saludo con la mano, el hombre pareció no verla. Iba vestido con un traje negro que le venía un poco grande, y la camisa blanca que llevaba debajo estaba amarillenta. El hombre miraba en su dirección, pero ella habría podido jurar que en realidad no veía nada. Un viento helado recorrió el jardín. Una de las bolsas se le resbaló de la mano, ella se agachó para cogerla antes de que tocase el suelo, y al levantar la cabeza, aquel tipo ya no estaba. Tampoco le importó mucho. En un principio pensó que sería uno de los vecinos que había acudido curioso a ver quien había llegado a la vieja casa. Entró en el caserón dejó las cosas sobre un aparador igual de viejo que todo aquello y al darse la vuelta allí estaba. No dentro de la casa, si no mirándola desde la ventana. Un par de veces salió fuera para decirle a aquel pueblerino cotilla que se largase con viento fresco, pero siempre al salir aquel señor había desaparecido. Al día siguiente, y durante todos los otros días mientras había estado en esa casa él estuvo allí. Al principio era el viejo solamente, pero con el paso del tiempo fue apuntándose más gente a la fiesta. Ahora ya mirase donde mirase las ventanas estaban colmadas de gente mirando al interior de la casa como si fuesen estatuas de cera viendo una película. Y lo peor son sus ojos. Sus ojos de muñeca no se mueven, no parpadean, están totalmente sin vida, pero a pesar de eso cada vez que ella se serena y mira a través de las ventanas esos ojos se le clavan en el alma rasgándola poco a poco, hasta que a veces tiene ganas de gritar y salir corriendo de allí. Rebuscando en el desván encontró unas cortinas, viejas y polvorientas que servirían para ocultar aquellos espías muertos. Pasó un día entero colocándolas, cuando su novio volvió a casa y le preguntó divertido por aquel cambio de decoración, ella simplemente respondió que le gustaba más así. Después de la cena, él se fue a dormir molido, ella se sentó en el salón con intención de leer, pero no podía concentrarse, a pesar de que las cortinas estaban echadas ella los sentía. Sentía sobre su piel aquellas miradas que se le adherían como una melaza pringosa. Se levantó automáticamente y descorrió las cortinas de un gran ventanal. Allí estaban con las siluetas y las formas de la cara recortados por la escasa luz que salía de la casa, siniestros e inmoviles. Resultó que imaginarlos mirando detrás de las cortinas, como si sus ojos de pez disecado pudiesen atravesar el tejido, fue peor que verlos de verdad. Así que antes de acostarse arrancó de nuevo todos los visillos y telas que había pasado el día colgando.
“Me acostumbraré” se repite ahora una y otra vez. No puede esconderse, eso no sirve de nada, y salir es aún peor, ya que cuando esta en el jardín sabe que están ahí, no puede verlos pero los siente muy (muy) cercanos. La casa es la única barrera entre ella y los espías, la casa y las ventanas.