martes, 8 de marzo de 2011

Peludú (O la pequeña perluquería de los horrores)

Estas dos (cosas) mujeres vivían entre nosotros desde hacía centenares de años. Seis o siete aproximadamente. Aparecieron, por que no se podía decir que hubiesen nacido, siendo dos doncellas jóvenes. Empezaron a practicar su magia negra como cocineras. Cada 20 o 30 años cambiaban de lugar y de profesión, así que a estas alturas habían ejercido de curanderas, enfermeras, asistentas, barberas, camareras, acompañantes costureras, granjeras y quién sabe cuantas cosas más. Siempre habían sido hermosas por fuera, pero por dentro no eran más que un amasijo de maldad y fealdad. No eran de este mundo. Dos entes que necesitaban de nosotros para sobrevivir, dos mujeres jóvenes, con rostros preciosos, piel de melocotón, pero manos como garras. Las tenían ásperas como papel de lija, era lo único que no habían podido esconder de su verdadera identidad, unas pezuñas de animal que a pesar de que siempre llevaban enguantadas se sentían como dos garfios mortales.
Habían ido envejeciendo con el paso del tiempo, pero no de una forma natural, a pesar de que en realidad eran mas que tricentenarias parecían simplemente un par de viejecitas adorables. Actualmente regentaban una pequeña peluquería en el centro de la ciudad. Empezaron a cortar pelo sobre los años 40, así que ya estaban a punto de cerrar el negocio y marcharse a otro lugar.
Su oficio era una tapadera. En la peluquería recogían objetos personales de sus clientes (a veces fortuitos, a veces recomendados por alguien) muestras de pelo, o otras cosas de los que pasaban por allí, y luego las utilizaban para hacer pequeños muñecos de galleta que devoraban con avidez. La galleta representaba el alma del cliente, y esto era precisamente lo que esas dos (cosas) mujeres necesitaban para perdurar. Mientras ellas devoraban el manjar que les daba la vida eterna la piel de su rostro se tensaba, las canas volvían a tomar color, y sus pechos se volvían turgentes como habían sido antaño, pero el cliente caía desplomado donde fuese que se encontrase. Caía sin vida y sin alma, daba un buen susto a quienes estaban a su alrededor, y dejaba a la familia del difunto desconsolada y llorosa, con el por que de una muerte tan repentina en los labios, “si no estaba enfermo, ayer mismo hizo planes para sus vacaciones, hacía apenas unos días que había ido al medico”. Causa de la muerte: Circunstancias Naturales. Pero de natural tenía bien poco.

El tercer protagonista de esta historia se levanto una mañana y se dio cuenta de que el flequillo le caía por encima de los ojos. Decidió que debía ir a la barbería. Tampoco es que fuese cliente asiduo de ninguna, así que entraría en la primera que encontrase de camino al trabajo.
Cuando entró en la pequeña peluquería notó el olor a amoniaco que se usaba en las permanentes antiguas, fotos de peinados que debían tener al menos 20 años colgadas en las paredes, y la pintura que ya amarilleaba. Una de las dulces viejecitas que regentaban el local le indicó que debía sentarse en una de las viejas sillas de barbero tapizada con cuero verde botella. Cuando le pusieron el babero se dio cuenta de que estaba roído en un borde, y la anciana peluquera que se lo colocaba apenas pudo levantar los brazos, costosamente se lo anudo al cuello, soltando un pequeño gemido al hacer el nudo. La peluquera tardó casi una hora en recortarle los cabellos. Sus dedos artríticos, protegidos por guantes blancos de lana, (una antigua costumbre lo más seguro), se enrollaban alrededor de las argollas de las tijeras. Sacaba la lengua en cada corte que realizaba, fijando su mirada muy atentamente y haciendo muecas cada vez que tenía que apretar. Su ayudante, una señora igualmente vieja, estaba de pie a su lado, revisando con ansiedad su trabajo. Las dos mujeres acabaron la tarea, mientras la que le había cortado el pelo le acompañaba a la salida, la otra se agachaba gruñendo para recoger con un diminuto cepillo los pelos recortados del suelo.

Una media hora después, el hombre llegó al trabajo. Mientras se sentaba en su mesa, y encendía su ordenador empezó a encontrarse raro. Se levantó para coger un vaso de agua, lo bebió de un trago, y al apoyar el vaso sobre la mesa, perdió la fuerza y cayó desplomado en el suelo del despacho. Apenas 20 minutos después le diagnosticaron una muerte por causas desconocidas. Su madre lloraba desconsolada al otro lado del teléfono.

A apenas 40 minutos de allí, mientras metían el normal cadáver en una bolsa de plástico, dos mujeres de unos 40 años con aires renovados salían de una pequeña peluquería del centro, colgando tras de si el cartel de Cerrado, cambiando así otra vez de lugar y también de profesión. 

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